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lunes, 17 de agosto de 2020

Un poco de humor

 

Un poco de humor

El humor es un recurso que hace más fácil sobrevivir a las adversidades e incluso algunos afirman que funciona frente a las dificultades de la pareja en el amor.

1 ‑Una mujer a su esposo. Por watts app no te puedes fiar de la gente, dijeron que en el hipermercado te dejaban entrar, sólo si ibas con la mascarilla, guantes y un gel y he sufrido la vergüenza mayor de mi vida. ¡Todos vestidos de arriba abajo!

2 ‑El coronavirus nos ha obligado a estar a 2 metros de distancia, sin abrazos, sin besos, sin actividad social, exactamente como la vida de casado. Pero con el salón de belleza cerrado... ¡Ahora sí que se va a poner fea la cosa!

3 ‑Aseguran que cuando se cerraron las peluquerías ya nadie se hacía selfies.

4 –Una señora va a la peluquería, que encuentra cerrada por el covid. Se dirige a otra y una más con el mismo resultado... ¿Cómo se titula la película? ¡Ah te rizas como puedas!

5 ‑Este virus es como los cuernos: Unos ya lo tienen, otros lo tendrán y otros nunca sabrán que lo tuvieron.

6 ‑Los perros están ya cansados de salir y reclaman pasar la ITV. Han sido demasiados km durante el confinamiento.

7 ‑Felisa le dijo a Pepi: Oye me voy al Mercadona que ya tienen papel higiénico.

‑Chica –responde su amiga‑ ¿Por qué razón escasea tanto últimamente?

‑Es por la pandemia –explica Felisa‑, han descubierto que además del uso habitual también puede enjuagar el llanto y sobre todo las lágrimas que da la risa.

‑Ah, siendo así –manifiesta Pepi‑, me traes un pack gigante de triple capa que todos los días a las 8 de la tarde en el balcón me divierto de lo lindo jugando al bingo y al veo veo. Ya te pagaré en cómodos plazos.

‑ ¿Oye pero tú que piensas, que yo soy Cofidis?

jueves, 14 de mayo de 2020

UNA MAÑANA DE MAYO


UNA MAÑANA DE MAYO

Serán unas notas de mi niñez en la década de los cincuenta del pasado siglo; concretando más, era una mañana de un día que no sé por qué razón no teníamos clase y eso sí, con toda seguridad era mayo y en Torresandino ‑Mi villa natal‑. Con aquellas notas, he hilvanado un pequeño relato de la vida de una familia –La que Cándido y Antolina habían formado‑, aunque bien podría ser otra al azar, en cualquier pueblo de Castilla.

Las cadencias de la época y en especial el agua corriente afectaban a todos, mejor o peor acomodados, solo que unos u otros lo afrontaban con distintos recursos. En el mundo rural las gentes se rodeaban de tareas que implicaban la colaboración de todos y puesto que el marido se marchaba de madrugada al campo, la esposa se hacía cargo de las labores de casa y el cuidado de los hijos. En mí caso éramos cuatro hermanos, la mayor Rosi 14 años, Petri 12, Paco 9 y el menor Lázaro 6, pero eran tantas las tareas que cualquier ayuda sería bienvenida. A saber:

Una somera limpieza según las usanzas de la época, que distaba mucho de los requerimientos que la sociedad impone en la actualidad; por la naturaleza de las superficies, tan lejos de las suaves, brillantes y pulidas de que disponemos hoy en día y sobre todo sin la ayuda de máquinas ni productos que llegarían años después para ayudarnos a conseguir la casa soñada.

Alimentar el fuego del hogar para aportar un ambiente cálido a la estancia, calentar agua o cocinar. No era una tarea fácil empezando por la necesidad de trocear los leños, el elemento combustible para lograr un buen fuego tras muchos y penosos esfuerzos y después para mantenerlo durante horas.

Primer viaje a por agua potable fresca de la fuente de la plaza, para traer: La madre, un cántaro de barro apoyado a la cadera, este para las primeras abluciones de pequeños y grandes y un cubo en la otra mano, para satisfacer la sed de los animales. A buen seguro sería necesario realizar al menos un acarreo más, para la olla del cocido y el fregado de los cacharros, resuelto con la aportación de un garrafón que conseguían traer entre dos niños.

La madre atendía a los animales domésticos, que por lo general se criaban en la cuadra o el corral renovándoles la paja de cama, proporcionándoles su alimento en el comedero y el agua del bebedero. Un par de cerdos media docena de gallinas y una docena de conejos era habitual porque suponían una parte importante de las necesidades proteínicas que complementaban la despensa. Los niños recogíamos los huevos.

Y por supuesto tener puestos los cinco sentidos en la prole de niños para que se vistieran y asearan, antes de desayunar e ir a la escuela. Cuando no había clase a todo lo anterior se sumaba el tener controlados a cuatro niños que cuando no estaban protestando o riñendo entre sí, corrían detrás del gato o estaban pegándose con los hijos del vecino.

Si uno de esos días no lectivos era preciso hacer la colada, bajábamos al arroyo en reata, con la madre por delante portando un gran balde lleno de ropa sucia sobre la cabeza con un rodete para amortiguar el peso. Siguiéndola, entre dos llevábamos la tabla de lavar, y los otros un canasto y dentro de él una azadilla, un cubo con la lejía Conejo y el trozo de jabón marca Lagarto.

Nuestra progenitora tomó posición junto al remanso habitual, colocando en su margen la tabla de lavar que le había hecho mi padre con madera de chopo, fácil de trabajar y de poco peso. La pila de ropa dispuesta a su derecha y arrodillándose en el cajetín estiró la mano para comprobar la temperatura del agua recordando las malas experiencias de los meses de heladas; con un gesto de asentimiento indicó que no estaba muy fría y acto seguido se metió de lleno a su tarea, no sin antes advertirnos de que había que llenar el cesto de cardos, bayas y raíces silvestres conocidas, de las que sabíamos les gustaban a los cerdos.

Varias horas en El Parral darían para mucho y la orden sería cumplida sin problemas porque a ambas orillas del riachuelo era un vergel de vegetación. Como era el mes de mayo y la climatología acompañaba, la floración estaba espléndida; margaritas, lirios amarillos y lilas, campanillas, malvas, calas y amapolas, estaban presentes por dondequiera que mirásemos. Con la azadilla cortábamos aquellas plantas que sabíamos que a nuestros puercos, les encantaban, mientras recorríamos arriba y abajo la ribera, muy atentos a los ruidos, para descubrir la presencia de algunos de los moradores campestres de la fauna ibérica.

Así, entre los gorjeos de paloma, graznidos de urracas y grajos, chirridos de gorriones, silbidos de mirlos y trinos de jilgueros, fuimos atraídos por el repiqueteo del pico de un pájaro carpintero en plena labor, sobre el tronco de un viejo sauce, que nos entretuvimos observando. Acechando a las ranas estuvimos largo rato para localizar alguna, pero antes de lograrlo nos sorprendíamos viéndolas desaparecer de un salto. Por dos veces, de imprevisto pero con gran alboroto, salió de las junqueras un corpulento pato dejándonos con más susto que el que él llevaba. Descubrir un lagarto nos mantuvo callados e inmóviles para no delatar nuestra presencia y así poder seguir disfrutando de su bella imagen, raramente conseguido hasta que nos detectó y desapareció entre la vegetación. Por aquellos años abundaban los cangrejos, así que emulando lo que habíamos oído contar a los mayores, logramos pescar seis bajo las piedras del fondo. Contentos de poder aportar algo a la comida familiar buscamos en las viejas paredes de un huerto y conseguimos aumentar la caza con dos docenas de caracoles y tres setas de chopo nada desdeñables, que debía aprobar el experto. El padre.

Cuando regresamos al lado de nuestra madre, ya no estaba sola pues otras tres lavanderas le hacían compañía y juntas se divertían contando chascarrillos. Aunque el trabajo era muy duro, el tiempo que pasaban en aquel lugar era como un espacio de libertad, por el hecho de que en las inmediaciones no había hombres y podían hablar de sus cosas íntimas. Mi madre extendía sobre zarzas, espinos y setos, las sábanas para secar al sol. Eso significaba que había terminado ya, porque lo dejaríamos así y regresaríamos a recogerlas por la tarde. Igual que otras veces al llegar nosotros dijeron, “hay ropa tendida”. Los más mayores nos explicaron que no querían que los chavales oyésemos lo que entre ellas se contaban, así que tampoco les hicimos partícipes de nuestras aventuras ocultando las capturas en el fondo del cesto. Gracias a eso no devolvió los crustáceos al agua, porque cuando contentos se lo enseñamos en casa, se enfadó mucho diciendo que éramos como los cazadores furtivos, pero en fin; después de la bronca se tranquilizó y le quedó mucho más cerca la paella que el arroyo.

Resultó un día muy activo y sin embargo feliz, entretenido, didáctico, divertido y como colofón una estupenda experiencia culinaria. Claro que eran  otros tiempos.
















miércoles, 9 de octubre de 2019

HE DORMIDO UNA NOCHE EN EL MONTE


HE DORMIDO UNA NOCHE EN EL MONTE

Así empieza el poema de José María Gabriel y Galán “Mi Vaquerillo” que al recordarlo me da pie para rescatar de la memoria las escasas veces en que yo hube de pernoctar al raso. El pequeño zagal, acostumbrado a reposar sobre el duro y frío suelo, dormitó tan plácidamente como si no lo hubiera hecho en una semana.

Yo también he dormido bajo las estrellas; no de manera habitual sino muy esporádica y la imaginación infantil o juvenil envolvía la ocasión de un halo de aventura con sus correspondientes dosis de riesgo, temor, peligro, aprensión e incomodidad. Pero en cualquier caso, un cambio en la disciplina cotidiana. Obviamente las circunstancias no fueron semejantes a las de aquella noche serena del pequeño vaquerizo. De cualquier modo, voy a relatar 2 de mis experiencias

La primera

Era en 1960, cuando yo tenía solo nueve años y estábamos en el rastrojo de una finca familiar en el término municipal de mi pueblo, Torresandino. Recuerdo que era cerca del antiguo monasterio carmelita de Nª Sª de los Valles, del que aún permanecen sus ruinas. Mi padre era labrador por aquel entonces y en julio y agosto cuando la cosecha estaba en su momento óptimo se empleaba a fondo en la dura tarea de la siega y recolección en las que a mi madre gustaba de colaborar con su esposo en todo cuanto estuviese en su mano, aunque para ello hubiera de llevar con ella a los más pequeños. Una tarde ya hacíamos los preparativos, para regresar a casa antes de que se ocultase el sol, cuando mi progenitor manifestó sus deseos de quedarse para seguir segando un rato más y también empezar el laboreo antes por la mañana.

–Descansaré mejor aquí que andando el camino y adelantaré más el trabajo, porque ya sabes que la hoz corta mejor las mieses con el rocío‑.

Mi madre trató de desanimarle pero él estaba decidido, ella se iría con los niños y al día siguiente volvería con el almuerzo. La ocasión era propicia e hice todo lo posible para quedarme yo con él, incluida la consabida pataleta y rabieta. Al fin lo conseguí y mientras mi padre daba la última mano pude advertir cómo las sombras se alargaban y las nubes enrojecían por momentos hasta que el astro rey besó la tierra en el horizonte y desapareció. Al completarse el ocaso, dejó de segar y buscamos refugio al abrigo de una pila de haces junto a los surcos, donde nos merendamos los víveres que quedaban en el fardel. Allí mismo, simplemente arropados con la manta de campo sería nuestro ocasional camastro. La oscuridad se fue haciendo dueña de la campiña y en el rostro se sentía la bajada de la temperatura. La vigilia previa a caer en brazos de Morfeo, estuvo destinada a mis ávidas preguntas sobre la bóveda celeste, que en ausencia de la luna mostraba el firmamento más negro y las estrellas más resplandecientes que yo nunca había presenciado. ¿Habrá vida más allá? Extraños ruidos nocturnos ponían de manifiesto que en el campo, no lejos de donde estábamos sí que la había, pues pudimos escuchar el cortejo entre algunos animales o los chillidos inequívocos de los depredadores y sus víctimas. Que los mosquitos nos atacaban sin piedad, es lo que más recuerdo pero el sueño se apoderó de mi voluntad antes de lo que imaginaba y al ser preguntado al día siguiente por los sinsabores que había soportado, preferí callar y no quise reconocer lo que vale descansar en la habitación de costumbre, sobre una verdadera cama.

La segunda

En 1961, recién cumplidos mis diez años, llegó el momento de recolectar los yeros que mi padre sembró, en una parcela del tajón ocho que era una concesión del ayuntamiento cascón, a todos los mayores de edad que estuvieran empadronados. Fue una buena cosecha y por entonces ese trabajo era totalmente manual que nos llevaría diez días de laboreo. El ir y volver diario suponía como mínimo seis horas y eso era demasiado tiempo perdido en el camino. Lo ideal sería montar un campamento allí mismo y acercarnos al pueblo únicamente por el avituallamiento. En la finca colindante había un cobertizo y en la nuestra una pequeña choza; podríamos hacer uso de ambas. En la primera que era más amplia instalaríamos a los animales y en la otra, que era más arcaica pero sin embargo estaba mejor protegida de las inclemencias del tiempo, la familia. El matrimonio sopesó los pros y contras y decidieron que si estábamos juntos no habría problema que la familia no fuera capaz de vencer. Con el ánimo bien elevado se organizó el traslado de personas y animales domésticos que incluía el gato, la galga, un mulo, un asno y varias gallinas. Con el mulo acarreamos dos enormes barriles llenos de agua para los animales y para el aseo personal, además de todos los pertrechos que pudiéramos necesitar en aquel hogar temporal que íbamos a establecer. Día sí día no, la madre se marchaba al pueblo con el burro y volvía con los serones llenos de viandas. Los pequeños conocíamos al dedillo el camino hasta el pozo de Caserones a varios kilómetros de distancia, pero su agua era de reconocida calidad y aceptamos que nuestro cometido era ese; transportar con el burro el agua necesaria para beber y cocinar. Valiéndonos de los capazos simétricos que colgaban a ambos lados cargábamos un garrafón en cada lado. El problema era que para niños pesaban demasiado y teníamos que llenarlos con una botella sin bajarlos, equilibrando el peso para que no cayeran al suelo. En una ocasión tuvimos un percance peligroso porque el asno se asustó por una culebra que huyó despavorida y mi hermana y yo, pasamos apuros para dominar al animal y evitar que tirase la carga.

Para susto el que pasó mi padre una noche cuando todos dormíamos. Con sigilo despertó a mi madre para que encendiera la lamparilla de aceite y le ayudara a retirar algo frío, que dijo le estaba subiendo por la pernera del pantalón. Con la mayor diligencia se puso a ello pero los nervios le estaban fallando y no acertaba; cuando lo consiguió ya todos estábamos alerta y fuimos testigos de que en efecto un animal trataba de avanzar cerca ya de la rodilla; con un gesto rápido se incorporó al tiempo que un fuerte tirón se sacó el pantalón y quedó a la vista una criatura que desconocíamos de donde había salido. La duda se despejó al entrar la galga por la puerta portando con la boca otro de aquellos seres para depositarlo sobre la capa de pajas que nos servía de jergón. Pronto lo vimos claro. Había aumentado la familia canina y la madre traía sus cachorrillos a nuestra choza, por ser más cálido que el cobertizo donde habían nacido. Mi padre la siguió y regresaron con otros cuatro en una cesta de mimbre, total cinco.

Esta fue mi segunda experiencia. Vida natural sana.

martes, 14 de mayo de 2019

Mi perro Xana




 Ya que he relatado lo de mi primer animal de compañía, no puedo dejar  de hablar de la amiga canina que hoy en día me acompaña muchos ratos agradables de mi tiempo de asueto. En un principio quise llamarle Cascón pero al ser hembra lo cambie por Xana  nombre de las brujillas de los bosques según la mitología Astur o Ada buena que diríamos en castellano sugerido por Alejandro (mi yerno) pues él tomó parte activa para conseguirla.
 Pues bien, me encanta pasear y siempre quise tener un perro de mascota. Recordaba que tuve uno cuando vivía en Torresandino, (Burgos), pero más tarde residiendo en la ciudad no me permitían mis padres meter un perro en el piso. Hoy, ya jubilado, creo que puedo decidir por mí mismo sobre todas estas cosas. Así que… ¿Por qué no compaginarlo todo?

 En Reyes, conseguí un perrito de raza Westy con pocos meses. Lo llamo Xana y juntos paseamos por los parques de Basauri o en verano por vacaciones por la rivera del valle del Esgueva, el castillo o el bonete, mañanas y tardes.

Xana cuando está recién bañado, es, chiquitín, pero aun así, una vez seco recupera su aspecto pícaro yo diría que se asemeja en su comportamiento al carácter del mismo  Platero, el borriquillo de Juan Ramón Jiménez, Además nos recuerda también al popular pollino la blancura nívea del pelaje, su aspecto adorable. Su cabeza redonda peluda y desgreñada reforzada por esas grandes y puntiagudas orejas. La mirada de ojos oscuros profundos, forman un triángulo fascinante y seductor con ése brillante hocico negro, que le confieren una expresión divertida y que constantemente incita a jugar.

Su comportamiento es rebelde cuando salimos a la calle. Él empieza a dar saltos de alegría y si vamos al campo donde le puedo soltar la correa, al sentirse libre de ataduras, corre y juega a sus anchas. De vez en cuando me busca con la mirada y tras comprobar que no me voy, vuelve a su diversión persiguiendo cualquier otro animal de dos o cuatro patas y a falta de ello, como último recurso le sirve todo lo que encuentra a su paso en su juego destructivo, de morder, pisar o arrancar, como aquellas florecillas y rosas silvestres que adoraba Platero.

 Si ha llovido, le encanta meterse en los charcos, tanto como a los niños con zapatos nuevos y revolcarse en la hierba para gozar del frescor de las gotas de lluvia o rocío. Con viento, intenta coger las hojas secas, que se elevan del suelo, saltando sobre sus patas traseras una y otra vez como disputándole al vendaval la posesión de algo transcendental.

 Cuando llega el momento de marcharnos, la llamo de todas las formas posibles, pero Xana se lo toma como otro juego y trazando círculos a mi alrededor me desafía a que le coja.

 Al volver a casa, parece ya un chucho callejero por la suciedad, paja y herbaje que se le ha adherido a los pequeños rizos de sus patas. Lo que había sido un níveo manto, aparece ahora un sucio e indecente mantón.

 -Xana le digo. -Hoy tenemos bronca por tu culpa.

 Me mira, mueve el rabito y se hace el despistado. Hoy nos espera una buena reprimenda, pero ya no nos espanta, porque es bastante habitual.

Su carácter es travieso y terco, pero cariñoso y fiel. Es mi amigo.

Sé que algunas personas son reacios a amar a los animales Desearía que esta pequeña crónica sobre un perro de compañía, consiga acercarlos un poquito a éstos fieles compañeros del hombre.


martes, 23 de abril de 2019

Mi primer perro




Mi primer perro
Este relato surgió de forma casual un día de frío y lluvia en el Txoko Chapetas de Torresandino con los pequeños Asier y Naia (mis nietos) sentados frente a la chimenea, Las llamas soltaban chispas crepitando al atizar los tizones con las tenazas y refulgían nuevos colores rojos y anaranjados que con su fulgor atraían las miradas infantiles.
‑Madre –sugerí aprovechando que contábamos con su presencia; cuéntales a tus biznietos alguno de los cuentos que solías contarnos a nosotros cuando éramos niños.
‑Hijo, ya eres abuelo y te corresponde a ti hacer de cuentacuentos porque a mí se me han olvidado muchos y a veces no recuerdo el final por eso siempre los remato todos con “vivieron felices y comieron perdices” Sin embargo se me ocurre que les puedo relatar una bonita historia real en la que tú fuiste uno de los protagonistas. Les gustará.
‑Veréis ‑dijo comenzando con el relato‑. Recuerdo que en cierta ocasión cuando vuestro abuelo era aún un niño de la edad que tenéis vosotros ahora también estábamos como hoy sentados padres e hijos al calor de la chimenea que en aquel entonces era nuestra única calefacción. La tía Rosi, la hermana mayor, estaba junto a la ventana bordándole un pañuelo a su profesora como esta le había pedido, pero los dedos se le quedaban fríos y también se acercó a Paco y Petri. De pronto llamaron a la puerta. Fueron tres golpes secos dados posiblemente con algún objeto duro para que se oyera con claridad. ¡Vaya si se oyeron, que retumbaron por toda la casa! Nos quedamos pasmados porque no esperábamos a nadie y hubo de llamar nuevamente el recién llegado para que por fin nos decidiéramos a ir hasta la puerta para abrir.
‑ ¿Quién llamaba? –Preguntaron los niños con los ojos como platos.
‑Era el señor Piquino –recordó la bisabuela‑, vivía muy cerca de nuestra casa y era un buen vecino muy afable aunque tenía una pierna ortopédica como algunos piratas y siempre que tenía que llamar a las puertas lo hacía con unos golpes de su pata de palo. Se dedicaba a sacar a los pastos el ganado caballar que había en el pueblo y se había tenido que volver precisamente por las inclemencias del temporal. Pero vayamos a lo que importa, o el motivo de aquella inesperada visita.
‑Hoy –aseguró el hombre‑, he pasado por uno de los peores momentos de mi vida para salvar a este cachorrito que el agua del río arrastraba, desconozco de donde vendrá ni quién serán sus dueños pero no podía dejar que se ahogara. Es posible que su amo se haya desprendido de el por haber llegado en un parto de varios en la misma camada y la madre no podía cuidar de todos. 
Mis hijos, es decir vuestro abuelo Paco y sus hermanas como os podéis imaginar no dejaban de mirar a las piernas del buen señor pero sus ojos infantiles se desviaron para prestar atención al pequeño animalito que el señor Piquino nos presentó. Al retirar el trapito que lo ocultaba vimos  al perrito, una cosita pequeñita que todos nos pusimos a admirar. Era chiquitín, como un muñeco negro y blanco que aún no tenía nombre porque él no quería quedárselo y le estaba buscando un buen dueño, quien decidiría cómo llamarle.
La bisabuela hizo entonces una pausa para “atizar la lumbre”, como ella decía, que no era otra cosa que remover el fuego añadiendo más leña si era necesario, para que no se apagase y volviendo a ocupar su sitio prosiguió.
–Yo no tenía mucha experiencia con estos animales pero al mirar a mis tres niños, supe que el pequeñín se quedaría, así que empecé a pensar en que sería entretenido buscar un nombre al cachorrito que desde el primer momento nos aceptaba como amigos, así que acepté la propuesta del señor Piquino para quedárnoslo y criarlo a biberón. En ese momento todos queríamos cogerle, acariciarle y lo del nombre lo pospusimos para el siguiente día.
–Vuestro abuelo Paco, preguntaba a todos– ¿A tí qué nombre te gusta? y siempre nos apresurábamos a darle nuestra opinión pero a él ya le había calado muy hondo el suyo: Se llamará Chispa aseguró tan convencido que lo admitimos si esa era su ilusión puesto que también a nosotros nos pareció apropiado.
Chispa era de raza pequeña, descendiente de los perros bodegueros que se usaban para luchar contra las plagas de ratas y se caracteriza por ser juguetón, travieso y valiente.
–El abuelo Paco ‑continuaba la bisabuela con su relato–, disfrutó de su perrita Chispa durante toda su infancia y eran inseparables. Aquellos años la hicieron a la perrita muy mayor y con trece años como es lo normal con las razas caninas, falleció. Todos lo lloramos durante unos días, pero este no sería el único perro de la familia.
Los pequeños Asier y Naia permanecían callados y en sus ojos brillaba una lágrima pujando por salir, no obstante la última frase arrojaba la esperanza de que una nueva vida llenaba la tristeza dejada por la anterior y acosaban a preguntas a la bisabuela.
 Pero a sus 96 años le permtimos dejarlo a su voluntad y así lo expresó.
‑Es el final para hoy peques, estoy cansada, os prometo que otro día os contaré más.
FIN

martes, 13 de diciembre de 2016

Mis Raíces Casconas - 24 - LA MATANZA

La matanza. Costumbre popular de matar al cerdo o los cerdos criados en  el corral destinados para el consumo propio, realizado a mano y que se celebra una vez al año siempre en los meses fríos  y a partir de San Martín (11 de noviembre) desde tiempos remotos. Generalmente suponía una parte muy importante de la alimentación del año para   una familia.
    Antes del día elegido ya se notaba una gran actividad con los preparativos para que en el momento necesario estuviera todo a punto: cuchillos de diferente tamaño (unos de matar otros estazar y otros para hacer el picadillo), bien afilados, grandes calderas de cobre para cocer las morcillas y barreños de barro donde se ponía el adobo  mucha leña cortada para el fuego, el banco para el sacrificio que se pedía prestado generalmente, y útiles de toda índole, de lo que se encargaba siempre el abuelo. Los días de la matanza, dos o tres, había mucha tarea por delante que se compartía con tíos, cuñados, hermanos, avisados de antemano; también se invitaba a un vecino experto matarife, que he decir que en nuestro caso se llamaba  a Porfirio, que recuerdo vivía en el soportal de arriba de la plaza. El primer día se mataba, y participaban al menos cuatro personas mayores que sacaban al animal de la pocilga o cochinera, lo engarfiaban con un gancho, de forma que al tener éste una forma como la “S” una de las curvas se la clavan en la papada del maxilar inferior y entre cuatro hombres lo subían a un banco donde lo inmovilizaban de las extremidades mientras la otra curva del gancho se la pasa el matarife por detrás de la pierna para seguir sujetando al animal y poder tener las manos libres para poder asestar una experta puñalada directamente en el corazón. Por la herida abierta empieza a fluir la sangre que va cayendo a un barreño (balde de barro cocido) recogiendo la sangre que una persona se encargaba de remover para que no se cuaje y empezando desde ese momento la elaboración de las morcillas, al gusto de nuestra tierra, con la sangre como ingrediente principal, arroz, mucha cebolla, grasas y especias. Una vez que estaba ya muerto, se disponía tumbado en el suelo y se procedía al chamuscado (quemarlo superficialmente con paja para eliminar lo más posible las cerdas) y rasurado posterior con finas chapas o cristales, a la vez que se le moja con agua muy caliente. Luego se colgaba de una viga y se abría, sacando a un balde los órganos internos (entresijos), que en Torre llaman el entrije Los intestinos, se limpiaban en el arroyo y se disponían para ser utilizados como tripas para los embutidos. Se cortaban unas muestras para el veterinario, Don Esteban, para que lo analizara por si el animal no estuviera apto para el consumo. En ese día se limpiaban totalmente las partes, y se hacían las morcillas.  El picado de la carne se realizaba el día después, ya que prácticamente la totalidad del cerdo se dejaba colgado de una viga, oreando. Por la mañana se comenzaba con el trabajo, cortando, despiezando y distribuyendo las partes del cerdo entre varias personas: unos salaban los jamones y las paletillas, mientras que otros picaban, sazonaban y añadían el ajo y el pimentón para el adobo de los chorizos y el lomo, los tocinos y jamones se metían en salazón  y la abuela mientras tanto cocinaba para la multitud de personas que trabajaban ese día.
       La fiesta gastronómica que se organizaba estaba en consonancia con la opulencia del momento, y también con las ganas con que se pillaba la esperada ocasión, tanto que se veía peligrar la despensa que se había pensado aprovisionar con el animal tantos meses cebado. De lo que quedaba, lo que se transformaba en chorizos, o botagueñas (un chorizo elaborado con las carnes de inferior calidad, restos y grasas) se ponían a secar en la cocina, junto a ellos se colgaban también los jamones, y tocinos, una vez que estuvieran deshidratados durante días en sal, dejándolos a orear antes de su consumo el tiempo necesario para adquirir la consistencia de los embutidos con el sabor a humo que caracteriza a los productos caseros, para consumir más adelante. El costillar y lomos se freían en trozos y se metían en orzas con aceite. Las partes grasas se fundían y se metían en recipientes, para guardar la grasa y utilizarla en la cocina,   en lugar de aceite, y con los restos que no se licuaban, que se llamaban chicharrones, se hacían sopas o si se tenía que hacer pan en la tahona, se reservaban para hacer una torta dulce que llaman torta de chicharrones, muy rica.

        De todo este guirigay que se formaba me queda un recuerdo negativo, que es el de los niños presenciando como se le daba muerte, y que no se prohibía. Yo creo que era demasiado fuerte, sobre todo por los terribles chillidos que daba el animal desde que presentía el peligro hasta su agonía. También me acuerdo de la zambomba, que era una diversión durante unos días y que no era otra cosa que la vejiga del cerdo inflada. 


miércoles, 14 de septiembre de 2016

Mis Raices Casconas - 21 - ERES COMO LA TIÁ ADELINA

       ERES COMO LA TIÁ ADELINA

 Había antiguamente en Torre un oficio que conocíamos como de burrero. Ejercía cuando yo era un niño en este empleo un señor de al que todos sus paisanos conocían por el apodo de Piquino, que le faltaba una pierna, pero aunque era cojo, no se le podía colocar el adjetivo moderno de “minusválido”, porque ayudándose de una muleta se apañaba como hubiera podido hacerlo cualquier otro hombre “normal”. Era su cometido llevar al campo a los mulos ociosos del pueblo cuyos dueños lo hubiesen contratado, para que pastasen libremente en vez de estar comiendo pienso en la cuadra; Se pagaba anualmente a razón de una fanega de cebada por cabeza, y al dueño del animal le suponía un ahorro considerable. Los animales se dejaban en un lugar convenido por la mañana, y a la tarde de vuelta en el pueblo, ellos solos se dirigían cada uno a su casa. El horario sobre las 8 y las 9 por la mañana, según fuese verano o invierno y regresando a la tardecilla poco antes de ponerse el sol.         
         La tiá Adelina era una usuaria más como casi todo los labradores, de este servicio. Se levantaba diligente y a la hora prevista ya estaba la mujer con su mulo en el lugar  convenido, y entablando conversación con cualquiera que se encontraba, y charla que te charla, seguía con todo el  mundo. Tanto la gustaba a aquella mujer el callejear y quedarse a hablar, que la gente la esquivaba y pronto sacaron el dicho, para cuando alguien se enrolla demasiado.
         Que dice: “Eres como la tiá Adelina, que sacó el macho por la mañana y volvió este por la tarde y ella aún no había vuelto”.           
            
                                     

domingo, 7 de febrero de 2016

Mis Raíces Casconas - 15 - ANIMALES DOMÉSTICOS


ANIMALES DOMÉSTICOS


En primer lugar será esta narración la primera entre tantas y tantas que me vienen a la memoria sobre anécdotas en la familia, relacionadas con animales domésticos, por su antigüedad, ya que según cuentan se remonta a tiempos del bisabuelo Pedro un día que se encontraba éste en el monte en la tarea de recoger leña para el hogar, quien se encontró con que una vez cargado el haz de ramas y troncos sobre el asno, parece ser que éste no estaba de acuerdo en ser él quien debía transportarlo hasta el pueblo. Se supone que mediaría un intento de hacer razonar al tozudo animal, pero una vez más hizo el burro honor a su nombre. Fallido el intento, cogió el Chapetas las cerillas y encendió la carga con el tozudo asno amarrado a ella.

Años más tarde, tuvimos una experiencia poco agradable con otro burro muy pequeño que conocimos de nombre Solucinio, ideal para montarlo los niños pero no para adultos. Sin embargo sí que resultaba una ayuda para ir y venir del monte, porque siempre se iba con alguna herramienta y las alforjas, el fardel, un saquito de semillas, mineral u otras pequeñas cosas que se le cargaban al borriquillo. Tenía muchos años, y muchos achaques; todos sabíamos que su muerte era irremediable; pero aquel día, parecía estar animado el asno y se pensó que sacarlo de la cuadra y salir al campo a comer hierba fresca sería reconfortable. Como Cándido, (mi padre), tenía que ir hasta la suerte del monte, pensó en llevarle. El camino de ida fue bien y estuvo a sus anchas, para tumbarse o pastar como le viniera en gana. Sólo a la hora del regreso le notó sin fuerzas. El camino iba a ser largo, aunque con la ayuda de su dueño pudo recorrer la tercera parte. En vista de que empeoraba por minutos, y que la llegada al pueblo era imposible, como era evidente que el burro había llegado al final de sus días, tuvo que sacrificarlo, acortándole la agonía, procediendo con los medios que encontraría a mano y según la experiencia y las costumbres en aquella época, por ser lo único que se podía hacer.

“Los animales domésticos comen para servirnos; si no es así, no se ganan lo que comen” decía el abuelo Enedino. Recuerdo que en casa siempre tenían un gato, que entraba en la cocina empujando la puerta tantas veces como quisiera. Tenía el abuelo Enedino molestias con las corrientes de aire por su delicado oído; y el animal, salía siempre que alguien abría la puerta para después volver a entrar, y no parar en este entrar y salir. Mediante trampas o engaños atraía al animal, y una vez atrapado lo obligaba a estar bajo su pie todo el rato que él permaneciera sentado en la cocina. Con nadie mostraba mayor sumisión el gato porque si se revelaba le pisaba más fuerte, así que si acaso se oía un maullido no era de rebeldía sino más bien pequeñas súplicas.

Siempre había en las casas animales domésticos; en la mía, el perro y el gato; además de los de la cuadra o en el corral, pollos, gallinas, conejos, cerdo, mulo, burro y cabra y ese contacto con los animales es muy positivo para los niños. Sobre todos los demás, el perro siempre tiene una relación especial. El nuestro, de casa de mis padres, a la hora de emigrar, se lo regalamos a otra familia que sabíamos que lo cuidaría bien, pero duele. Pero para mí, tanto o más dolor me causó el dejar a nuestro Castaño, un mulo o macho, como se dice en el pueblo, muy trabajador y dócil con los niños Nos metíamos bajo sus patas, se dejaba levantarle el labio para contarle los enormes dientes, acariciarle el hocico y jamás nos pisó o coceó y mirándole al fondo de sus grandes ojos, parecía que entendía lo que le estábamos diciendo, sólo con la mirada. Durante la trilla, mi hermano y yo descubrimos que aunque nos bajásemos del trillo el animal seguía dando vueltas como si siguiéramos encima así que aprovechábamos esta circunstancia para refrescarnos de vez en cuando sin necesidad de esperar ser relevados; y sobre él montado, me sentía como el Cid sobre Babieca. Se lo vendimos a un señor de Villovela, y al año siguiente fuimos a verlo mi padre y yo, pero ya no nos conocía, aunque sí que nos dijo su nuevo dueño que era muy manso con los niños.

Y qué puedo decir del último gato, del que no necesitamos tomar decisión respecto qué hacer con él, porque falleció poco antes; pocas cosas, fue arisco, y que mantenía a raya a los ratoncillos y además como anécdota, que le encantaba trepar hasta el candil (lámpara de aceite con mecha) y chupar hasta dejarlo seco. 

Me imagino que también pertenecerán a este apartado aunque no sean tan domésticas, las palomas que se crían en los típicos palomares que salpican nuestro paisaje y proporcionan docenas de pichones de rica carne y por otro lado las abejas que en los antiguos colmenares, aportan a nuestras vidas, un apetitoso manjar como es la dulce miel. Ambos aportan beneficios económicos a tener en cuenta.

Os contaré otra anécdota con relación a otro animal doméstico en el monte de Torresandino. Años 50 y tantos. Era en los meses de verano y teníamos en el monte mucha tarea. Para optimizar los días mi padre decidió que si nos mudábamos a la choza de refugio que teníamos allá, no sería necesario perder un montón importante de horas, en el viaje todos los días. Como los niños no teníamos clase, quedó decidido y nos dispusimos a aprovisionar en el carro todo lo necesario para el sustento y el merecido descanso diario. Notificamos a la tía Horten (hermana de mi madre) de nuestras intenciones, y se apuntó voluntaria, porque el marido estaba trabajando fuera y prefería ir con nosotros, a quedarse sola, pero que tenía que llevar a la galga con ella por no dejarla sola. Aceptamos galga como animal de compañía.

Allá disponíamos de otra caseta que era de los de la parcela contigua, pero al estar libre, podíamos meter allí a los animales y reservar la choza nuestra para las personas. Así que a los dos machos y la galga los acomodamos separados unos 30 metros de nuestro alojamiento.

Para que os hagáis una idea, dormíamos como se acostumbra en una tienda de campaña sobre colchonetas, aunque en nuestro caso eran jergones de paja por darle “un toque rural, como mucho más natural y ecológico”, ya me entendéis. Y como no teníamos ropa de cama nos acostábamos vestidos y tapados con una manta. Así que serían las cuatro o cinco de la mañana, cuando mi padre despierta sigilosamente a mi madre, evitando moverse lo mínimo posible, y la dice: mira a ver chiguita si puedes encontrar el candil, que se me está metiendo por la pernera del pantalón algo frío, no sé si una culebra, un sapo o que. Mi madre, os lo podéis imaginar, dijo, ¡Hay Dios mío!, y empezó a temblar de miedo, y con un montón de nervios, tropezando con todos los demás tratando de buscar sin localizar lo solicitado, pero ya todo el mundo alertado, entre todos pudimos por fin encender el dichoso candil. No sin muchas precauciones acercamos la anhelada luz a mi padre que paciente esperaba ponerse a salvo del peligro. Se puso en pie de un salto y con una fuerte sacudida de la pierna a la vez que las manos empujaban el bulto consiguió expulsar el objeto que le atemorizaba. La sorpresa fue mayúscula ante lo que apareció a la escasa luz, pero justo en ese momento apareció por la puerta quien conocía la respuesta a nuestra alarmante incógnita. Sabíamos que la perra estaba preñada, pero no tuvimos la sospecha de que el momento feliz estaba ya al caer, hasta que nos los metió en la cama, como quien dice. En esa su nueva entrada traía ya a su segundo perrito con la boca, y era su intención seguir yendo y viniendo hasta que las cinco criaturas que acababa de parir, estuvieran todas a buen recaudo junto al calor que los humanos podíamos darles. Visto lo cual, mi padre cogió un cesto y acompañado de la perra se acercó a la otra caseta y con la aprobación de su madre metió los restantes galguitos y regresaron junto a la familia que les esperaba expectantes. Hicimos un hueco en el rincón y sobre un montón de paja, y unos sacos parece que satisfizo las exigencias momentáneas de una madre. Mi tía no estaba al corriente de cuando la tocaba parir a la perra. De haberlo sabido seguro que no se aventura a salir del pueblo o hubiéramos pecado de sobre protectores.

Aquella situación la recordaba después de muchos años y un buen día me documenté acerca de este tema. Creo que es interesante conocer el mundo animal aunque sea sin entrar mucho en detalle pero cuando se vive en contacto con la naturaleza, ésta nos instruye; es la pedagogía del aprendizaje vinculado a la vida.

La gestación de las perras es de aproximadamente 60 días y salvo raras ocasiones, el alumbramiento es del modo más natural, A medida que se acerca el momento, sus amos, comienzan a estar preocupados, lógicamente debido al cariño que sienten por ella, sobre todo cuando la hembra o sus dueños son primerizos, la inquietud de cómo se va a desarrollar la salida de los cachorros es mayor. Bueno pues, hay que tener en cuenta que, lo mismo que el de los seres humanos, y el de todos los animales, es el fenómeno más natural del mundo, y solo en raras ocasiones necesitan ayuda y ella prefiere realizarlo sóla y en un lugar tranquilo, oscuro y apartado, sin ninguna intervención humana. La madre se colocará en posición acostada con la cara vuelta hacia el abdomen empezará a hacer esfuerzos a la vez que las contracciones cada dos o tres minutos. Es el momento de dejarla sola unas 8 horas y si pasado ese tiempo no ha aparecido ningún perrito, conviene llamar al veterinario. Posterior al parto es conveniente colocar a la madre con sus crías en un cajón de madera con una cama de trapos viejos en un lugar cálido y alimentar a la madre con proteínas.