HE DORMIDO UNA NOCHE EN EL MONTE
Así empieza el poema de José María Gabriel y Galán “Mi Vaquerillo” que al recordarlo me da pie para rescatar de la memoria las escasas veces en que yo hube de pernoctar al raso. El pequeño zagal, acostumbrado a reposar sobre el duro y frío suelo, dormitó tan plácidamente como si no lo hubiera hecho en una semana.
Yo también he dormido bajo las estrellas; no de manera habitual sino muy esporádica y la imaginación infantil o juvenil envolvía la ocasión de un halo de aventura con sus correspondientes dosis de riesgo, temor, peligro, aprensión e incomodidad. Pero en cualquier caso, un cambio en la disciplina cotidiana. Obviamente las circunstancias no fueron semejantes a las de aquella noche serena del pequeño vaquerizo. De cualquier modo, voy a relatar 2 de mis experiencias
La primera
Era en 1960, cuando yo tenía solo nueve años y estábamos en
el rastrojo de una finca familiar en el término municipal de mi pueblo, Torresandino.
Recuerdo que era cerca del antiguo monasterio carmelita de Nª Sª de los Valles,
del que aún permanecen sus ruinas. Mi padre era labrador por aquel entonces y en
julio y agosto cuando la cosecha estaba en su momento óptimo se empleaba a
fondo en la dura tarea de la siega y recolección en las que a mi madre gustaba de
colaborar con su esposo en todo cuanto estuviese en su mano, aunque para ello
hubiera de llevar con ella a los más pequeños. Una tarde ya hacíamos los
preparativos, para regresar a casa antes de que se ocultase el sol, cuando mi progenitor
manifestó sus deseos de quedarse para seguir segando un rato más y también empezar
el laboreo antes por la mañana.
–Descansaré mejor aquí que andando el camino y adelantaré más el trabajo, porque ya sabes que la hoz corta mejor las mieses con el rocío‑.
Mi madre trató de desanimarle pero él estaba decidido, ella se iría con los niños y al día siguiente volvería con el almuerzo. La ocasión era propicia e hice todo lo posible para quedarme yo con él, incluida la consabida pataleta y rabieta. Al fin lo conseguí y mientras mi padre daba la última mano pude advertir cómo las sombras se alargaban y las nubes enrojecían por momentos hasta que el astro rey besó la tierra en el horizonte y desapareció. Al completarse el ocaso, dejó de segar y buscamos refugio al abrigo de una pila de haces junto a los surcos, donde nos merendamos los víveres que quedaban en el fardel. Allí mismo, simplemente arropados con la manta de campo sería nuestro ocasional camastro. La oscuridad se fue haciendo dueña de la campiña y en el rostro se sentía la bajada de la temperatura. La vigilia previa a caer en brazos de Morfeo, estuvo destinada a mis ávidas preguntas sobre la bóveda celeste, que en ausencia de la luna mostraba el firmamento más negro y las estrellas más resplandecientes que yo nunca había presenciado. ¿Habrá vida más allá? Extraños ruidos nocturnos ponían de manifiesto que en el campo, no lejos de donde estábamos sí que la había, pues pudimos escuchar el cortejo entre algunos animales o los chillidos inequívocos de los depredadores y sus víctimas. Que los mosquitos nos atacaban sin piedad, es lo que más recuerdo pero el sueño se apoderó de mi voluntad antes de lo que imaginaba y al ser preguntado al día siguiente por los sinsabores que había soportado, preferí callar y no quise reconocer lo que vale descansar en la habitación de costumbre, sobre una verdadera cama.
La segunda
En 1961, recién cumplidos mis diez años, llegó el momento de recolectar los yeros que mi padre sembró, en una parcela del tajón ocho que era una concesión del ayuntamiento cascón, a todos los mayores de edad que estuvieran empadronados. Fue una buena cosecha y por entonces ese trabajo era totalmente manual que nos llevaría diez días de laboreo. El ir y volver diario suponía como mínimo seis horas y eso era demasiado tiempo perdido en el camino. Lo ideal sería montar un campamento allí mismo y acercarnos al pueblo únicamente por el avituallamiento. En la finca colindante había un cobertizo y en la nuestra una pequeña choza; podríamos hacer uso de ambas. En la primera que era más amplia instalaríamos a los animales y en la otra, que era más arcaica pero sin embargo estaba mejor protegida de las inclemencias del tiempo, la familia. El matrimonio sopesó los pros y contras y decidieron que si estábamos juntos no habría problema que la familia no fuera capaz de vencer. Con el ánimo bien elevado se organizó el traslado de personas y animales domésticos que incluía el gato, la galga, un mulo, un asno y varias gallinas. Con el mulo acarreamos dos enormes barriles llenos de agua para los animales y para el aseo personal, además de todos los pertrechos que pudiéramos necesitar en aquel hogar temporal que íbamos a establecer. Día sí día no, la madre se marchaba al pueblo con el burro y volvía con los serones llenos de viandas. Los pequeños conocíamos al dedillo el camino hasta el pozo de Caserones a varios kilómetros de distancia, pero su agua era de reconocida calidad y aceptamos que nuestro cometido era ese; transportar con el burro el agua necesaria para beber y cocinar. Valiéndonos de los capazos simétricos que colgaban a ambos lados cargábamos un garrafón en cada lado. El problema era que para niños pesaban demasiado y teníamos que llenarlos con una botella sin bajarlos, equilibrando el peso para que no cayeran al suelo. En una ocasión tuvimos un percance peligroso porque el asno se asustó por una culebra que huyó despavorida y mi hermana y yo, pasamos apuros para dominar al animal y evitar que tirase la carga.
Para susto el que pasó mi padre una noche cuando todos dormíamos. Con sigilo despertó a mi madre para que encendiera la lamparilla de aceite y le ayudara a retirar algo frío, que dijo le estaba subiendo por la pernera del pantalón. Con la mayor diligencia se puso a ello pero los nervios le estaban fallando y no acertaba; cuando lo consiguió ya todos estábamos alerta y fuimos testigos de que en efecto un animal trataba de avanzar cerca ya de la rodilla; con un gesto rápido se incorporó al tiempo que un fuerte tirón se sacó el pantalón y quedó a la vista una criatura que desconocíamos de donde había salido. La duda se despejó al entrar la galga por la puerta portando con la boca otro de aquellos seres para depositarlo sobre la capa de pajas que nos servía de jergón. Pronto lo vimos claro. Había aumentado la familia canina y la madre traía sus cachorrillos a nuestra choza, por ser más cálido que el cobertizo donde habían nacido. Mi padre la siguió y regresaron con otros cuatro en una cesta de mimbre, total cinco.
Esta fue mi segunda experiencia. Vida natural sana.
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