jueves, 14 de mayo de 2020

UNA MAÑANA DE MAYO


UNA MAÑANA DE MAYO

Serán unas notas de mi niñez en la década de los cincuenta del pasado siglo; concretando más, era una mañana de un día que no sé por qué razón no teníamos clase y eso sí, con toda seguridad era mayo y en Torresandino ‑Mi villa natal‑. Con aquellas notas, he hilvanado un pequeño relato de la vida de una familia –La que Cándido y Antolina habían formado‑, aunque bien podría ser otra al azar, en cualquier pueblo de Castilla.

Las cadencias de la época y en especial el agua corriente afectaban a todos, mejor o peor acomodados, solo que unos u otros lo afrontaban con distintos recursos. En el mundo rural las gentes se rodeaban de tareas que implicaban la colaboración de todos y puesto que el marido se marchaba de madrugada al campo, la esposa se hacía cargo de las labores de casa y el cuidado de los hijos. En mí caso éramos cuatro hermanos, la mayor Rosi 14 años, Petri 12, Paco 9 y el menor Lázaro 6, pero eran tantas las tareas que cualquier ayuda sería bienvenida. A saber:

Una somera limpieza según las usanzas de la época, que distaba mucho de los requerimientos que la sociedad impone en la actualidad; por la naturaleza de las superficies, tan lejos de las suaves, brillantes y pulidas de que disponemos hoy en día y sobre todo sin la ayuda de máquinas ni productos que llegarían años después para ayudarnos a conseguir la casa soñada.

Alimentar el fuego del hogar para aportar un ambiente cálido a la estancia, calentar agua o cocinar. No era una tarea fácil empezando por la necesidad de trocear los leños, el elemento combustible para lograr un buen fuego tras muchos y penosos esfuerzos y después para mantenerlo durante horas.

Primer viaje a por agua potable fresca de la fuente de la plaza, para traer: La madre, un cántaro de barro apoyado a la cadera, este para las primeras abluciones de pequeños y grandes y un cubo en la otra mano, para satisfacer la sed de los animales. A buen seguro sería necesario realizar al menos un acarreo más, para la olla del cocido y el fregado de los cacharros, resuelto con la aportación de un garrafón que conseguían traer entre dos niños.

La madre atendía a los animales domésticos, que por lo general se criaban en la cuadra o el corral renovándoles la paja de cama, proporcionándoles su alimento en el comedero y el agua del bebedero. Un par de cerdos media docena de gallinas y una docena de conejos era habitual porque suponían una parte importante de las necesidades proteínicas que complementaban la despensa. Los niños recogíamos los huevos.

Y por supuesto tener puestos los cinco sentidos en la prole de niños para que se vistieran y asearan, antes de desayunar e ir a la escuela. Cuando no había clase a todo lo anterior se sumaba el tener controlados a cuatro niños que cuando no estaban protestando o riñendo entre sí, corrían detrás del gato o estaban pegándose con los hijos del vecino.

Si uno de esos días no lectivos era preciso hacer la colada, bajábamos al arroyo en reata, con la madre por delante portando un gran balde lleno de ropa sucia sobre la cabeza con un rodete para amortiguar el peso. Siguiéndola, entre dos llevábamos la tabla de lavar, y los otros un canasto y dentro de él una azadilla, un cubo con la lejía Conejo y el trozo de jabón marca Lagarto.

Nuestra progenitora tomó posición junto al remanso habitual, colocando en su margen la tabla de lavar que le había hecho mi padre con madera de chopo, fácil de trabajar y de poco peso. La pila de ropa dispuesta a su derecha y arrodillándose en el cajetín estiró la mano para comprobar la temperatura del agua recordando las malas experiencias de los meses de heladas; con un gesto de asentimiento indicó que no estaba muy fría y acto seguido se metió de lleno a su tarea, no sin antes advertirnos de que había que llenar el cesto de cardos, bayas y raíces silvestres conocidas, de las que sabíamos les gustaban a los cerdos.

Varias horas en El Parral darían para mucho y la orden sería cumplida sin problemas porque a ambas orillas del riachuelo era un vergel de vegetación. Como era el mes de mayo y la climatología acompañaba, la floración estaba espléndida; margaritas, lirios amarillos y lilas, campanillas, malvas, calas y amapolas, estaban presentes por dondequiera que mirásemos. Con la azadilla cortábamos aquellas plantas que sabíamos que a nuestros puercos, les encantaban, mientras recorríamos arriba y abajo la ribera, muy atentos a los ruidos, para descubrir la presencia de algunos de los moradores campestres de la fauna ibérica.

Así, entre los gorjeos de paloma, graznidos de urracas y grajos, chirridos de gorriones, silbidos de mirlos y trinos de jilgueros, fuimos atraídos por el repiqueteo del pico de un pájaro carpintero en plena labor, sobre el tronco de un viejo sauce, que nos entretuvimos observando. Acechando a las ranas estuvimos largo rato para localizar alguna, pero antes de lograrlo nos sorprendíamos viéndolas desaparecer de un salto. Por dos veces, de imprevisto pero con gran alboroto, salió de las junqueras un corpulento pato dejándonos con más susto que el que él llevaba. Descubrir un lagarto nos mantuvo callados e inmóviles para no delatar nuestra presencia y así poder seguir disfrutando de su bella imagen, raramente conseguido hasta que nos detectó y desapareció entre la vegetación. Por aquellos años abundaban los cangrejos, así que emulando lo que habíamos oído contar a los mayores, logramos pescar seis bajo las piedras del fondo. Contentos de poder aportar algo a la comida familiar buscamos en las viejas paredes de un huerto y conseguimos aumentar la caza con dos docenas de caracoles y tres setas de chopo nada desdeñables, que debía aprobar el experto. El padre.

Cuando regresamos al lado de nuestra madre, ya no estaba sola pues otras tres lavanderas le hacían compañía y juntas se divertían contando chascarrillos. Aunque el trabajo era muy duro, el tiempo que pasaban en aquel lugar era como un espacio de libertad, por el hecho de que en las inmediaciones no había hombres y podían hablar de sus cosas íntimas. Mi madre extendía sobre zarzas, espinos y setos, las sábanas para secar al sol. Eso significaba que había terminado ya, porque lo dejaríamos así y regresaríamos a recogerlas por la tarde. Igual que otras veces al llegar nosotros dijeron, “hay ropa tendida”. Los más mayores nos explicaron que no querían que los chavales oyésemos lo que entre ellas se contaban, así que tampoco les hicimos partícipes de nuestras aventuras ocultando las capturas en el fondo del cesto. Gracias a eso no devolvió los crustáceos al agua, porque cuando contentos se lo enseñamos en casa, se enfadó mucho diciendo que éramos como los cazadores furtivos, pero en fin; después de la bronca se tranquilizó y le quedó mucho más cerca la paella que el arroyo.

Resultó un día muy activo y sin embargo feliz, entretenido, didáctico, divertido y como colofón una estupenda experiencia culinaria. Claro que eran  otros tiempos.