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miércoles, 10 de julio de 2019

Una flor especial para ella




Una flor especial para ella

Mi abuela materna se llamaba Eusebia y nació en Tórtoles en el año 1900, mala época para nacer y aún peor si se hacía en una familia pobre. Su rostro dulce, de ojos claros y su pelo... ¿De qué color era su pelo? Yo diría que castaño oscuro invadido ligeramente por incipientes canas grises; para salir a la calle, siempre cubría su cabeza con un pañuelo negro. No por pertenecer a alguna orden religiosa venida a menos, no; eran las tradiciones de la época las que imponían el luto riguroso como un hábito para las mujeres una vez que se perdía a un familiar allegado.

Lamento no haber pasado mucho más tiempo junto a esta abuela sobre todo en su tercera edad que realmente no fue prolongada.

Nosotros residíamos en Torresandino, otro pueblo a tan sólo 10km, pero los problemas de comunicación propiciaron que el contacto que mantuvimos con esta abuelita, fuera mucho menor que con la paterna, pues sólo de cuando en cuando bajábamos a visitarla, un rato a pie y otro andando por el camino de San Fernando como decíamos de niños y percibíamos el gran cariño que nos tenía. Al marchar nos acompañaba hasta la Bodeguilla, como llaman al término de la salida en Tórtoles, para despedirnos y al abrazarnos nos entraba la congoja tanto a sus nietos como a ella.

La pobre mujer parecía como si su única misión desde la infancia fuera trabajar y sin embargo, si alguien interesado por su vida laboral hubiera indagado en los archivos de la época, perdería el tiempo porque no encontraría nada, ningún legajo que indicara que en algún periodo esta mujer fuera empleada por algún patrón o como autónoma; obviamente ante la ausencia de documentos, el hipotético investigador sacaría la conclusión de que Eusebia jamás tuvo ocupación alguna remunerada y que se limitó a las tareas conocidas como sus labores o ama de casa.

Sus contemporáneos sabían, que el procedimiento para contratar de acuerdo con las costumbres de la época, los obreros no requerían ningún contrato escrito que lo refrendase, simplemente se les avisaba a participar en el trabajo en cuestión y si estaban libres aceptaban sin más y punto. Todos conocían que el sistema funcionaba así.

En su pueblo era de general conocimiento que mi abuela fue madre soltera y sin medios económicos que la resolvieran las necesidades tan apremiantes, como la manutención diaria. Eran unos años que a nadie se le concedía subsidios no contributivos de ayuda social o de pobreza pero tampoco estaban exentos de penalidades. A ella no le faltó el arrojo necesario para luchar contra el hambre sin tener que recurrir a vivir de limosna y lo consiguió por medio de su trabajo honrado, aunque llevando una miserable vida de pobreza. Aceptó todas las tareas que le fueron ofrecidas y en ese sentido sus vecinos fueron generosos.

‑Oye Eusebia, busco mujeres para la escarda ¿puedes venir mañana para mí?

‑Cuenta conmigo –respondía al momento.

Nunca rechazaba una oportunidad de ganar un dinerillo. En la temporada de primavera para quitar los cardos, en verano para la labor en la era y en octubre por la vendimia no le faltaba el jornal, el resto de los meses también era requerida para cualquier menester por unas horas en quehaceres que generalmente no se pagaban con salario pero sí que eran compensadas en especie: Ayudar en la tahona significaba pan para el gasto, ordeñar las cabras y hacer queso se lo agradecían los pastores con una cazuela de requesón y medio del curado cuando estuviese en su punto, si la llamaban para que se encargase del aderezo de la matanza a la hora de marchar le decían, coge dos morcillas y un jarro de mondongo para que hagáis sopas de pan en casa. En los casos puntuales de bodas o bautizos que entonces se celebraban en casa, era reclamada como reconocida cocinera y en agradecimiento la ofrecían una buena olla para su familia con parte del excedente del condumio. Otros favores no se compensaban directamente pero cualquiera la regalaba con hortalizas de su huerto o le traía un carro de leña para el fuego del hogar porque en su momento ayudó a lavar una colada en el arroyo, atendió a una parturienta o cuidó de sus bebés.

Mucho tiempo no estaba ociosa porque tenía sus propias gallinas en la cuadra para proveerse de huevos y una colmena en el desván, que ella misma cataba. Pero si tenía una predilección desinteresada por algo era por los geranios, aquel tipo de plantas perennes estaban siempre presentes en las ventanas de su humilde vivienda y a veces hacía uso de ciertas propiedades medicinales de sus hojas y pétalos que conocía. Las tenía plantadas en latas de conserva recicladas y curiosamente sin dedicarles cuidados especiales siempre se mantenían lucidos y saludables, eran su única pasión. Eso sí, les hablaba con cariño y cuando el pronóstico del tiempo anunciaba la llegada de un frente frío, se apresuraba a retirarlos del alfeizar de la ventana para colocarlos sobre una mesa en el interior. Allí, libres de posibles heladas, recibían el sol de otoño que en los días claros penetraba a través del ventanal y bañaba las flores con su luz bienhechora.

Cuando falleció nuestra ascendente, que se marchó sin haber estado nunca enferma, no era todavía muy mayor aunque ya le estábamos aconsejando que debía dejar de vivir sola y pasar a hacerlo en casa de los hijos. Estos consejos que normalmente nos parecen razonables quizás a ella la causaban sufrimiento, porque Tórtoles era todo su mundo y allí se sentía apreciada por todos, fuera de él nadie la conocería. Tal vez prefirió que sucediera así, en su pueblo, en su casa, con sus alegrías penas y tristezas, hablándoles a sus geranios. Siempre seguirá en nuestros corazones.

Trasplantamos los geranios a unas macetas nuevas con el mejor compost para continuar cuidándolos, pero primero los pétalos y después las hojas empezaron a caerse y no volvieron a florecer. Extremamos los cuidados, pero no supimos darles el amor y cariño que les daba la abuela. No conseguimos comunicarnos, ¿no teníamos suficiente feeling o tal vez nos faltaba algún tipo de conexión WI-FI.?

Hoy te envío un fuerte beso, allí donde estés. Estoy convencido que te llegará.


FIN

sábado, 9 de diciembre de 2017

Mis Raices Casconas - 36 - LA NAVIDAD

                                    LA NAVIDAD


No recuerdo con detalle las Navidades en mi infancia, con excepción de alguna cosilla que mencionamos alguna vez en conversaciones con los familiares.
      La misa de Gallo en la media noche del día de Nochebuena para recibir la Navidad celebrando el nacimiento del Niño Jesús. Muy original lo de la hora, pero salir de casa con las inclemencias del tiempo habitual de ese mes, era arriesgado aunque lleváramos prendas de abrigo y tapabocaos, porque las temperaturas eran bajo cero, seguro que lloviendo, granizando, nevando o cuando menos, con el suelo helado resbaladizo, chuzos de punta en los aleros de los tejados y en la iglesia no había calefacción.
      Recuerdo en especial un Belén que montamos los alumnos cuando todavía estábamos en la escuela vieja, porque las figuras las hicimos entre todos los niños del curso que estábamos con Don Félix, y mi participación, consistió en el burro del pesebre, modelado en barro y secado al sol.    
       El 6 de diciembre día de San Nicolás, era tradicional que los chicos que cursaban el último curso en la escuela, saliesen todos juntos con la imagen del santo, a pedir “una limosnita para San Nicolás” por las casas del pueblo y agradecidos entonaban el siguiente estribillo:


San Nicolás
Coronado de San Blas
 En la cuna que dormía rezaba Santa María
¡Santa María! ora pro novis
huevos pedimos cestas traemos
 para estos escolantes que quieren ser amantes
 si limosnas no nos dan
 no podremos caminar.


     Con el total conseguido, que generalmente se trataba de varias docenas de huevos, medio saco de patatas y algunas monedas, se preparaban una merienda de varias tortillas de patata, y se vendía lo sobrante para aumentar el dinero en metálico; de la suma, parte se dedicaba a comprar algún capricho y el resto se repartía. Pero esta costumbre se interrumpió al prohibir el señor cura, que en aquellos años creo que era Don Ireneo, que se volviera a sacar la imagen del Santo de la iglesia, porque le causaron desperfectos importantes, tales como fractura de nariz, en el bárbaro entretenimiento de arrojarlo al arroyo helado para ver si cedía el hielo. Animales de los que hay por toda la geografía, por los cuales, todos sufrimos las consecuencias.

       El aguinaldo era otra cosa bien distinta,   aunque también se trataba de pedir por Navidad, generalmente los hijos de los asalariados en esta ocasión y únicamente por las casas de los patrones de los padres, u otras personas afines recibiendo pequeños donativos en monedas, dulces o caramelos; y exigiendo a veces, que los niños les deleitasen con un villancico.
      El menú de Nochebuena estaba generalmente compuesto por: pollo de corral (ya ves, hoy lo llaman capón en plan fino), castañas cocidas con anises, y cagadillo (que ahora llaman guirlache de caramelo). La primera vez que entró el turrón a formar parte de mis navidades, creo que tendría unos ocho o nueve años, y fue con ocasión de que después de cenar nos juntamos en nuestra casa con la familia de la tía Victorina. Con las primas Glori, Feli y Vitori (Mertxe aún no había nacido), lo pasamos estupendamente, jugamos al parchís, y a las cartas, surgiendo la propuesta de que para darle emoción al juego el que perdiera debería pagar una tableta de turrón para comerla entre todos. Aceptada la apuesta, faltaba por conseguir que estuviera abierto donde Félix, el del estanco, que también tenía tienda de comestibles, para que nos atendiera a aquellas horas, que rondaría la medianoche, aunque de todo el pueblo era sabido que siempre estaban disponibles cuando del negocio se trataba. Y así fue en efecto, encargaron el mandado a mi hermana Petri con una de mis primas, pero para estas pobres niñas infantiles, la pobre luz del alumbrado público con escasas farolas que proyectaban sombras tenebrosas que las iban haciendo pensar y ver sacamantecas y hombres lobo. Pocos metros les faltaban para llegar, pero quiso la mala fortuna que en eso saliera de la tienda un hombre que no pudieron reconocer y pies para que os quiero, regresaron a casa en un minuto escaso. Nos defraudó un poco que se volvieran con las manos vacías y para colmo nos propusieron a los demás niños que fuéramos nosotros, si es que nos creíamos tan valientes. Yo, que era el “hombre” de más edad, me quedé sin argumentos para escurrir el bulto, así que capitaneando la expedición, regresamos esta vez tres chicas y un chico, y naturalmente que no pasó nada, pero es que el enemigo se batió en retirada en cuanto vio lo que se le venía encima.


      Aquel turrón, si que estaba rico, siempre lo recuerdo especialmente, quizás por ser el primero. Lo troceamos con  hacha y martillo y nos costó Dios y ayuda, porque era muy grueso, pero como no se podía partir con los dientes, duraba mucho y alguna dejó parte para el día siguiente, como me consta que hizo mi primita Vitori, sólo que al levantarse ya no estaba donde lo había dejado. No sé porqué, se le metió en la cabeza que yo debía saber algo al respecto.
      Fue una noche entrañable de Navidad, hacia el año 1960.