El moral de Santa Lucía
Se me ocurrió escribir sobre ello, al
recordar aquellos días de vacaciones que Ana pasó con nosotros en Torresandino.
Ana, es una sobrina de mi esposa que por entonces tendría diez años y era la
primera vez que venía al pueblo, así que debíamos hacer una visita al moral centenario
de la zona, el moral de Villovela, que
aquellos días del verano estaba a plena producción. La hora u hora y media que la
niña pasó en ese lugar no se le olvidarán nunca y de hecho, al volver en
septiembre a la rutina del colegio concertado donde estudiaba, cuando Sor Pilar
la profesora pidió a sus alumnos que escribieran una redacción sobre las vivencias
estivales, ella hizo un magnífico trabajo sobre aquella tarde subida en las
ramas de aquel fantástico árbol.
Pero la injusta valoración de la
educadora le defraudó, porque la exigió que hiciera un nuevo trabajo que se
ajustara a lo solicitado, recriminándola literalmente: “Debes relatar una
experiencia real como yo os solicité, escribir sobre un árbol que da moras es
totalmente ficticio y sobradamente conocido que esos frutos son silvestres y únicamente
salen en las zarzamoras”.
Ana reprimió la controversia por razones
lógicas, pero sabía que aquello que había visto, tocado, degustado y que después
le costó tanto lavar sus manos y eliminar el lagarejo de jugo de moras de su
rostro, no sucedió en una hipotética zarza y si la hermana monja desconocía la existencia
de la especie del árbol que le había descrito, desistía de intentar convencerla.
En
España existen varias especies de moreras, árbol de procedencia asiática, donde
se aprecian las cualidades medicinales de la corteza, hojas, frutos y sobre
todo porque las hojas son el alimento de los gusanos de seda. Concretando, la
morera de Santa Lucía es de la variedad “Morus Nigra” y fue plantada junto a la
ermita a esta santa, de ahí su nombre; ambos son contemporáneos y eso nos da
una antigüedad de 300 años. Se localiza en un entorno antaño de cereales ogaño
de viñedos, en las inmediaciones del río Esgueva, a unos 500 metros al norte
del casco urbano de Villovela y a 1000 del monasterio hoy ya derruido de
Nuestra Señora de los Valles. Seguramente es el árbol más grande que yo haya conocido
y desde hace pocos años está recogido en el libro, 111 árboles singulares de la
provincia de Burgos e incluido en un catálogo de especímenes destacados de la Junta
de Castilla y León.
Yo,
que soy de Torresandino, el pueblo de al lado, recuerdo que al igual que todos
los que vivíamos en las cercanías, en los meses de agosto pudimos disfrutar de
sus frutos porque siempre fue de dominio público y grandes y pequeños, nos
acercábamos a recoger de sus ramas una ración de su generosa producción siempre
suficiente; la chavalería de varios pueblos nos recreábamos trepando por sus gruesas
y largas ramas casi paralelas al suelo, buscando las sabrosas moras más maduras
en las puntas, para llenar un tarro, llevarlo a casa y degustarlas sobre una
rebanada de pan de hogaza endulzado con azúcar. Con relativa frecuencia se daba
algún accidente por caída, pero nunca llegó a causar lesiones de importancia.
Menudo
árbol. Tiene más de una docena de troncos que salen del suelo en el centro, probablemente
compartiendo todos el mismo ADN, porque son los supervivientes de aquel original
que siendo aún joven se desgajó en varias partes sin llegar a separarse
totalmente del primero, sobreviviendo porque obviamente se mantuvieron unidas por
algo más que la corteza y la pericia que pusieron los vecinos de Villovela en
su cuidado hicieron posible la recuperación. Hoy en día es un galimatías de
largas ramas que buscando la luz del sol intentan superar a la gravedad y conforman
una espectacular copa aérea, de 15 metros de altura y 27 de diámetro, mientras
que por el subsuelo las raíces se extenderán buscando humedad y minerales en la
fértil tierra del valle.
La
silueta desde la distancia es espectacular, ocupando el centro de lo que hoy
denominaríamos una rotonda donde convergen de los cuatro puntos cardinales las antiguas
calzadas hacia Tórtoles, Villafruela, Torresandino y una alameda de chopos que enlaza
con el mismo Villovela. Testigo ocasional de bulliciosas romerías en la
efemérides de la santa, este cruce, a día de hoy es un punto de interés turístico
de una red de senderos de pequeño recorrido a pie, caballo o en bicicleta, creados
recientemente en la Rivera del Duero burgalesa, pero siglos atrás a buen seguro
debió de ser transitado esporádicamente por personajes ilustres, aunque lo más cotidiano
sería un paraje ideal de encuentro elegido por viajeros de todo tipo: Peregrinos,
campesinos, comerciantes, monjes, etc... Harían un alto en el largo y
polvoriento camino para reposar bajo su sombra, refrescarse con el agua de la
fuente junto a la ermita, intercambiar noticias de interés, particularidades sobre
la ruta los que su único anhelo consistía en encontrar alguien con quien
compartir el viaje y hacer más llevaderas las molestias de la marcha y no
faltaría los chalanes, tratantes de ganado y buhoneros, buscando eventuales trueques
de sus mercancías.
Este
es ya el final de este trabajo sobre un histórico y anciano ejemplar de la flora
regional, que todos apreciamos pero especialmente los niños de la zona y sería
una gran pérdida si le ocurriese algo irreversible. Supongo que las autoridades
no estarán tan ignorantes como Sor Pilar y serán conscientes del valor
patrimonial de la morera de Villovela y de los riesgos que le amenazan. Merece
que se adopten las medidas oportunas para remediar hipotéticas adversidades. Santa
Lucía seguro que lo habrá protegido hasta ahora, pero ¡Ojo! Hay un refrán muy
conocido entre los toreros que dice: “Fíate de la virgen y no corras”.
Chapetas
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