La matanza. Costumbre popular de matar al cerdo o los
cerdos criados en el corral destinados
para el consumo propio, realizado a mano y que se celebra una vez al año
siempre en los meses fríos y a partir de
San Martín (11 de noviembre) desde tiempos remotos. Generalmente suponía una
parte muy importante de la alimentación del año para una familia.
Antes del día
elegido ya se notaba una gran actividad con los preparativos para que en el
momento necesario estuviera todo a punto: cuchillos de diferente tamaño (unos
de matar otros estazar y otros para hacer el picadillo), bien afilados, grandes
calderas de cobre para cocer las morcillas y barreños de barro donde se ponía
el adobo mucha leña cortada para el
fuego, el banco para el sacrificio que se pedía prestado generalmente, y útiles
de toda índole, de lo que se encargaba siempre el abuelo. Los días de la
matanza, dos o tres, había mucha tarea por delante que se compartía con tíos,
cuñados, hermanos, avisados de antemano; también se invitaba a un vecino
experto matarife, que he decir que en nuestro caso se llamaba a Porfirio, que recuerdo vivía en el soportal
de arriba de la plaza. El primer día se mataba, y participaban al menos cuatro
personas mayores que sacaban al animal de la pocilga o cochinera, lo
engarfiaban con un gancho, de forma que al tener éste una forma como la “S” una
de las curvas se la clavan en la papada del maxilar inferior y entre cuatro
hombres lo subían a un banco donde lo inmovilizaban de las extremidades mientras
la otra curva del gancho se la pasa el matarife por detrás de la pierna para
seguir sujetando al animal y poder tener las manos libres para poder asestar
una experta puñalada directamente en el corazón. Por la herida abierta empieza
a fluir la sangre que va cayendo a un barreño (balde de barro cocido)
recogiendo la sangre que una persona se encargaba de remover para que no se
cuaje y empezando desde ese momento la elaboración de las morcillas, al gusto
de nuestra tierra, con la sangre como ingrediente principal, arroz, mucha
cebolla, grasas y especias. Una vez que estaba ya muerto, se disponía tumbado
en el suelo y se procedía al chamuscado (quemarlo superficialmente con paja
para eliminar lo más posible las cerdas) y rasurado posterior con finas chapas
o cristales, a la vez que se le moja con agua muy caliente. Luego se colgaba de
una viga y se abría, sacando a un balde los órganos internos (entresijos), que
en Torre llaman el entrije Los intestinos, se limpiaban en el arroyo y se
disponían para ser utilizados como tripas para los embutidos. Se cortaban unas
muestras para el veterinario, Don Esteban, para que lo analizara por si el
animal no estuviera apto para el consumo. En ese día se limpiaban totalmente
las partes, y se hacían las morcillas.
El picado de la carne se realizaba el día después, ya que prácticamente
la totalidad del cerdo se dejaba colgado de una viga, oreando. Por la mañana se
comenzaba con el trabajo, cortando, despiezando y distribuyendo las partes del
cerdo entre varias personas: unos salaban los jamones y las paletillas,
mientras que otros picaban, sazonaban y añadían el ajo y el pimentón para el
adobo de los chorizos y el lomo, los tocinos y jamones se metían en
salazón y la abuela mientras tanto
cocinaba para la multitud de personas que trabajaban ese día.
La fiesta
gastronómica que se organizaba estaba en consonancia con la opulencia del
momento, y también con las ganas con que se pillaba la esperada ocasión, tanto
que se veía peligrar la despensa que se había pensado aprovisionar con el
animal tantos meses cebado. De lo que quedaba, lo que se transformaba en
chorizos, o botagueñas (un chorizo elaborado con las carnes de inferior
calidad, restos y grasas) se ponían a secar en la cocina, junto a ellos se
colgaban también los jamones, y tocinos, una vez que estuvieran deshidratados
durante días en sal, dejándolos a orear antes de su consumo el tiempo necesario
para adquirir la consistencia de los embutidos con el sabor a humo que
caracteriza a los productos caseros, para consumir más adelante. El costillar y
lomos se freían en trozos y se metían en orzas con aceite. Las partes grasas se
fundían y se metían en recipientes, para guardar la grasa y utilizarla en la
cocina, en lugar de aceite, y con los
restos que no se licuaban, que se llamaban chicharrones, se hacían sopas o si
se tenía que hacer pan en la tahona, se reservaban para hacer una torta dulce
que llaman torta de chicharrones, muy rica.
De todo
este guirigay que se formaba me queda un recuerdo negativo, que es el de los
niños presenciando como se le daba muerte, y que no se prohibía. Yo creo que
era demasiado fuerte, sobre todo por los terribles chillidos que daba el animal
desde que presentía el peligro hasta su agonía. También me acuerdo de la
zambomba, que era una diversión durante unos días y que no era otra cosa que la
vejiga del cerdo inflada.