TARDES DE MERIENDA
Había que ser solidario y cuando alguno
de la cuadrilla no participaba como los demás, entre todos ideaban alguna
estrategia para robarle a su madre un pollo o conejo, y al hijo le decían que
lo habían comprado y debía poner su parte en metálico, que se repartían y así
ya tenían para unos tragos en la taberna.
Pero los chorizos tenían una atracción muy especial y conseguirlos no presentaban demasiadas
complicaciones, excepción de aquella vez que Cándido el Chapetas, José el
Mantecas y Santiago el Gordillo, después de unos tragos en la bodega,
comentaron que vendría bien echar un cigarro, pero por entonces estaba el
racionamiento y no les quedaba ya ni rastro de ellos; el caso es que pensaron
que un amigo que no fumaba les podría dar un pitillo así que decidieron
dirigirse a su casa en la Calle Arriba. No hubo suerte y Santiago comentó que
ya de paso lo iba a intentar en casa de su novia Felipa que vivía muy cerca,
justo en la calle del Calvario, porque su futuro suegro, tampoco tenía vicio por
el tabaco. No había nadie, pero la puerta estaba entornada sin cerrar cómo era
habitual, pues por entonces todas las puertas estaban abiertas durante el día y
Santiago con confianza, entró y sacó a sus amigos medio pan y el jarro. Anda,
como vamos a comer pan solo. Es que no veo nada, pero si me ayudáis, algo
encontraremos. Así fue como dieron con la orza llena de chorizos, y la alegría
de tener a su disposición semejante tesoro en tiempo de hambre les hizo perder
el razonamiento y salieron de allí, con los bolsos llenos de chorizos, e
impregnados de aceite; mi padre de una chaqueta y los otros dos, de sus tres
cuartos militar, porque estaban en la mili y acababan de venir de permiso.
Bajaban por la plaza hacia los bares y generosamente ofrecían y compartían con
los amigos que se encontraban, e incluso a la dueña, se los ofrecieron
diciéndola, “come con confianza que son tuyos” y si no te lo crees ahora cuando
subas lo verás. El padre denunció el robo y la guardia civil no tuvo dificultad
para encontrar a los autores porque no lo ocultaron. Estaban en el bar y los
invitaron muy amablemente a que les acompañaran al ayuntamiento, donde
estuvieron encerrados toda la tarde y posteriormente les soltaron con la
condición de llenar la orza con los chorizos que sus madres tenían en casa, y
comprar un jarro nuevo porque le habían roto. El noviazgo se deshizo porque al
novio no le pareció bien estar detenido por este hecho.
El
lechazo de cordero (cordero de leche) asado en horno de leña, era y
sigue siendo muy apreciado en toda la región, así como las chuletillas de
cordero de pasto a la parrilla, y los días grandes se festejaban con merienda
especial, así que si la ocasión lo propiciaba, los mozos siempre estaban
dispuestos aunque el problema económico siempre estaba presente y tenían
que afinar su ingenio para conseguir su
ágape preferido.
Para ejemplos, de cómo conseguir
dinerillo para unas chuletas, me contaron que en ocasiones sacaban la yunta de
machos de la cuadra y se alquilaban la yunta de machos y su trabajo,
por el jornal, que se lo quedaban, diciendo en casa que habían estado
trabajando en alguna finca de la familia.
Otras veces se arriesgaban a quitarle
grano al padre justo un saquito de trigo, para sacar de su venta lo necesario
para merendar.
No
siempre salían las cosas como se planeaban, y
después de tantos años no les avergüenza
contar entre risas aquellas aventuras de juventud, como es el caso de
Valeriano el hijo de la tiá Ricarda que creyó que escondía bien el saco bajo la
paja, pero su maniobra en una era junto al cementerio, estaba siendo observada
desde una casa de la calle Arriba por la Roja, y una cuñada, e intuyeron lo que
pasaba. Acto seguido tomaron la decisión de quitárselo, como así lo hicieron.
Años después se atrevieron a confesarle la faena que le hicieron aquella tarde de un día de
Jueves Santo, y tuvieron juerga para rato.
Algo similar a lo que comentaba en el
párrafo anterior, acostumbraba a relatar con mucho regocijo el abuelo. Decía
que un domingo a la tarde del mes de noviembre, y en los días próximos a San
Martín llegó a casa a una hora en que no esperaba hubiera nadie, y que al
parecer tampoco su llegada era esperada, cuando empezó a oír ruidos en la
planta alta de la casa, en el desván concretamente, que le pusieron en alerta,
por ser ese el sitio destinado como granero. En eso que alguien empezó a bajar
por la escalera; se ocultó sigilosamente y aguardó hasta ver la cara del inesperado visitante, el cual resultó ser
Ángel, uno de sus hijos. Estuvo a punto de salir de su escondite, pero aguantó
porque el demonio, debía ser, le decía que algo raro se llevaba entre manos en
esa tarde festiva. Así que vigiló sus
movimientos que fueron, en primer lugar ir a la calleja lateral de la casa,
donde su cómplice, que tampoco le resultó extraño porque se trataba de su hijo
Esteban, esperaba cargado con un saquito de unos veinte kilos; todo indicaba
que el primero lo había deslizado amarrado con una cuerda por la ventana, el segundo
lo recibió y quitó la cuerda que quedó recogida arriba, y ahora con paso
decidido se encaminaban a la calle. Siguió sus pasos inquieto por saber qué
sería lo que sus hijos llevaban en el saco y pronto empezó a entender lo que
estaba ocurriendo, cuando al llegar a la plaza, porteador y cómplice se
encaminaron al portal de un
aprovechado vecino, cuyo
nombre no viene al caso, pero de todos conocido, que nunca dejaba pasar la
ocasión de comprar cereales especialmente si sospechaba que era de procedencia
dudosa, para beneficiarse en el precio. Pocos segundos necesitó nuestro abuelo
Chapetas para comprender la situación y tomar cartas en el asunto. Entró en la
casa sorprendiendo a vendedores y comprador, pero éste al verle y queriendo
darse tiempo para encontrar una explicación, le dijo....“¡Hombre Enedino!,
¿Cómo así por aquí?” A lo que nuestro
antepasado contestó: “pues qué va a ser sinó que a cobrar el cereal que les
acabo de mandar traer a mis hijos”. Aquel día la merienda que prometía ser, no
pudo ser, y la lección recibida no necesitó de más palabras. A buen entendedor