miércoles, 4 de septiembre de 2024

Me vuelvo al pueblo

 


Este relato lo presenté al X Concurso Literario Arsenio Escolar que promueve la asociación ESGUEVANÍA de Torresandino. No conseguí quedar entre los finalistas, pero lo incluyo en mi blog porque está basado en un caso real, novelado al 50%.

ME VUELVO AL PUEBLO

Antes de nada, empezaré narrando las circunstancias por las cuales yo, Félix marché a vivir lejos de la tierra que me vio nacer. Mi querida madre, esa mujer que me dio el ser, me lo recuerda con cierta frecuencia. Más o menos pudo ser así.

Pilar y Lourdes, mi madre y mi tía respectivamente por ser de edad similar compartieron divertidas experiencias juveniles y las penurias y satisfacciones del hogar paterno, así que hablaban abiertamente incluso sobre temas íntimos; pero a veces una conversación banal toma derroteros imprevistos ‑como debió suceder aquel día‑, dando lugar a ideas sugerentes para un asunto posterior a otro nivel.

‑Cuida tus palabras Lourdes, por favor ‑exigió mí madre‑. Ser la hermana mayor, no te da ningún derecho para hacerme esos reproches.

‑Me tomo la libertad de decirte que ya está bien ‑insistió la aludida‑. Elías y tú no tenéis vergüenza, seis años casados y este será el quinto churumbel. ¡Cuándo vais a parar!

‑Lo dices por envidia ‑protestó otra vez mi madre‑, vosotros sabréis qué os pasa, en vez de meterte conmigo dile a Julián, que no hay que ver tanta tele. A ver si voy a tener yo la culpa de que tu marido no te haya embarazado en diez años, pues aplícate guapa, que se te va a pasar el arroz.

Eran escaramuzas tan repentinas como pasajeras, pero se querían mucho.

‑No Pilar, si te ha molestado perdóname, pero no eches a Julián la culpa, que él cumple sobradamente como esposo, hemos visitado al ginecólogo y parece que el problema es sólo mío. ¿Entiendes? ¡Sólo mío! ‑Repitió Lourdes sollozando‑. El doctor ha sido tajante y concluyente.

‑Vaya, cuánto lo siento cariño. ¿Cómo iba a imaginarlo, Lourdes? Te veo llena de vida y tan lozana, que jamás hubiera dudado de tu fertilidad. Déjame darte un abrazo hermanita.

Un mes más tarde nació David, el último de mis hermanos y dos semanas después se celebraba el bautizo. Pilar y Elías, papás de nuevo, propusieron en esta ocasión a los tíos Lourdes y Julián que fueran los padrinos y estos halagados, corrieron con los gastos de un fastuoso convite. Al final, animados por la alegría que reinaba en la fiesta, se atrevieron a hacer la proposición que mi tía venía madurando desde hacía tiempo.

‑La vida sería muy diferente con un niño en casa ‑manifestó Lourdes‑, daría alegría a nuestro hogar y seríamos el matrimonio más feliz del mundo. Todo nuestro amor sería para él pero ya es definitivo, nunca podremos tener uno nuestro. Ya ves Pilar, lo retorcida que es la naturaleza, yo no puedo y tú, mi hermana, cinco.

El camarero interrumpió la plática, pero en un minuto Lourdes la reanudó.

‑Permíteme Pilar, quiero contaros una idea que hemos madurado mucho Julián y yo. Por favor, escucha también tú Elías, tenemos que hablarlo los cuatro.

‑Veréis, deseamos exponeros lo siguiente. ¿Dejaríais que Félix, el mayor de vuestros chicos viviese con nosotros en Bilbao? Sería nuestro hijo adoptivo.

Sonó como si hubieran tirado un petardo sobre la mesa. Mis padres no se lo esperaban.

‑Recibiría todo nuestro amor –prosiguió Lourdes‑, tendría su propia habitación y asistiría al mejor colegio. Después al instituto que está tan sólo a 50 m., mientras que aquí, los niños tienen que viajar todos los días 12 km en autobús.

‑Pensadlo ‑manifestó Julián‑, el niño pasaría las vacaciones con vosotros, pero el resto del año disfrutaría de las comodidades que ofrece la ciudad, sin duda mucho mejor que la vida rural y sin las estrecheces económicas que tenéis en casa; ¿no estás de acuerdo Elías?

Al ser aludido, mi padre no se aguantó por más tiempo y respondió enérgico.

‑ ¿Qué es lo que tienes tú engreído presuntuoso? Un triste sueldo que yo sepa, no es para alardear de riqueza. Justito para vivir al día y si la empresa para la que trabajas fracasase,

 

ninguna otra te contrataría por tu edad. Regresarías corriendo donde naciste, para al menos sembrar patatas en el cañamar de tu abuelo.

‑Si llegara a darse ese supuesto, cambiaría drásticamente mi punto de vista, no lo pongo en duda, pero eso es improbable y hoy por hoy, créeme que nos haría muy felices y pondríamos cuanto esté a nuestro alcance, para que el primogénito de tus hijos pudiera acceder a una carrera universitaria. Vosotros os ocuparíais de los demás con más desahogo.

A mi madre, le había ilusionado el futuro propuesto para mí, porque habían dicho Félix. Efectivamente el primogénito. Sin embargo estaba de acuerdo con su esposo porque en el fondo del asunto temía perder el cariño de un hijo, que pudiera pensar que alejarle de sus progenitores y de los demás hermanos se debía a falta de amor fraternal.

‑Dejadnos pensarlo unos días –solicitó mi mamá‑. Elías y yo reflexionaremos sobre ello. Hoy hemos de atender a los otros invitados. Somos los anfitriones.

Finalmente mis tíos consiguieron que la balanza se inclinara a su favor y mi vida dio un vuelco importante. ¿A mejor o a peor? No sabría qué decir. No había aceptado de buen grado y los días previos a la mudanza estuve alterado y nervioso haciendo cábalas sobre lo que podría suponer cambiar el domicilio de un pequeño pueblo en el valle del Esgueva de la provincia de Valladolid a un piso en Bilbao.

Me encontré con un barrio moderno, el colegio con enormes canchas deportivas y los chicos de mi edad me aceptaron como compañero de juegos desde el primer día. Algunos, amigos para siempre. Pero pasaba del cole a casa y por la tarde no me permitían salir a corretear.

Mi infancia y adolescencia la pasé muy sujeto, tal vez mis hermanos anhelaban, cambiarse por mí en cambio yo les envidiaba porque ellos estaban con papá y mamá, y su libertad. En las vacaciones me lo pasaba bomba y el resto del año lo echaba de menos. Montábamos sobre el burro del vecino, perseguíamos al gato de la señora María, nos enseñaban a ordeñar las grandes tetas de la cabra, recogíamos huevos del nial de las gallinas y recolectábamos moras silvestres en el arroyo.

Dos años más tarde, a mi ausencia se sumó la muerte de mi padre en accidente de tráfico quedando mi madre viuda. Ya no estaba muy convencida. Cada vez que por las vacaciones estábamos a solas abría su corazón y repetía aquellas charlas con Lourdes como justificando su proceder de antaño para que yo la perdonase.

‑Ellos te quieren, respétalos y estudia mucho, el sacrificio merecerá la pena Félix ‑aconsejaba mamá‑. Deseo que alcances una buena formación, pero para mí lo importante es que seas un buen hombre y que algún día me traigas nietos a casa.

Pasaron los cursos y he de reconocer que no fui buen estudiante y tras conseguir a duras penas un aprobado en lo que entonces se llamaba bachiller superior, decidí abandonar. Ni siquiera me sentí con fuerzas para presentarme al curso pre-universitario.

Mis padres adoptivos, autoritarios y exigentes, pusieron el grito en el cielo, me habían puesto mesa de estudiar en mi habitación, pero nunca se sentaron conmigo para ver mi trabajo. Debían haberse preocupado antes, estimularme con palabras de aliento, tal vez también alguna regañina y al final una cariñosa frase de condescendencia. Veremos qué puedes hacer Félix, no abandones. Como hubiera hecho mi madre.

En vez de eso, una gran bronca de mi tío Julián dejó claro que la situación había cambiado. No podrían presumir de hijo distinguido con título universitario.

‑En adelante ‑sentenció Lourdes tajante‑, dejarás de estar a la sopa boba.

Pienso que aunque yo seguía viviendo con ellos, ese día perdí la condición de hijo adoptivo. Me hacían reproches y recriminaban por todo.

Los 18 años, era mala edad para buscar un empleo por la proximidad de la incorporación a filas, pero yo necesitaba trabajar en algo para “no estar a la sopa boba”. Tuve suerte y en una semana de búsqueda me contrataban en un gran edificio de oficinas como ascensorista, oficio casi desaparecido, por la innovación tecnológica y las botoneras automáticas.

La cabina, clásica y de lujo, estaba fabricada con madera de ébano y caoba, la adornaban espejos y lámparas de Murano y requería un mantenimiento costoso. Por esa razón sólo se conservaban en edificios especialmente distinguidos y elegantes. Daba cierto prestigio y se asociaba con un signo de calidad y atención al cliente.

Me dedicaba a subir y bajar de 8 a 13,30 y de 15 a 17,30 horarios de oficina solapando este servicio con la limpieza de la cabina que mantenía impoluta y el reparto del correo. Actividades que me hacían popular y me granjeaban simpatía entre los inquilinos del edificio.

Pasaban los meses y el sueldo aunque escaso, me proporcionaba cierta autonomía para ayudar en los gastos de casa y para salir a divertirme con chicos y chicas de mi edad, sin tener que pedir a mis tíos la paga. La relación con ellos había cambiado pero aguanté hasta ir a la mili. Ya pensaría qué hacer al licenciarme.

No sé cómo clasificar aquel tiempo en el ejército y respeto que otras personas tengan un concepto diferente al mío. Fueron 15 meses totalmente ociosos, sin apenas instrucción militar. Si llegan a venir los malos nos sacuden hasta en el DNI.

Mi regreso coincidió con la depresión económica provocada por la subida de los precios del barril de petróleo y la energía, que dio paso a un periodo de crisis mundial, la importante recesión económica de los 80. Era preciso apretarse el cinturón y en mi empresa decidieron cambiar mi querido ascensor, por otro totalmente automático. A mí me recolocaron en el puesto del portero que se jubiló.

Las tareas que me ocupaban la mayor parte de las horas, consistía en permanecer en la portería para recepción de clientes, comerciales o visitas y proporcionarles la información que cada cual pudiera necesitar y puntualmente otros cometidos, como comprar en el kiosko el periódico local y diarios económicos e información de mercado para el director e incluso encargar en Taberna Berri, justo al lado, un pedido de cafés y botellines de agua para la sala de juntas, que en unos minutos traía Isabel, la camarera. El cambio conllevaba un sueldo algo mayor y esto me vendría bien, porque mis salidas de fin de semana eran ahora cotidianas. Recuerdo que cada una de esas veces tenía que discutir con el tío Julián.

‑Ya veo Félix que esta noche te vas de parranda otra vez ¿Te has vuelto muy juerguista últimamente no?

‑Sólo soy un joven normal tío y salgo una vez por semana, lo que hacen todos mis amigos, pero no temas que no bebemos en exceso ni nos metemos en líos.

‑Mejor sería que te buscaras novia Félix –intervenía tía Lourdes‑. Eso es lo que necesitas, una chica; que a tu edad otros están ya casados.

‑Decididamente tíos, vuestro control de mis salidas no está justificado, es propio para adolescentes. Tiene que terminar, ya soy un hombre y como es lógico, no tengo porqué seguir acatando reglas de ese tipo.

‑Te olvidas que estás bajo nuestro techo –intervenía el tío Julián‑, y mientras así sea, yo soy el que dicta las normas.

‑Dejadlo ya ‑ordenó Lourdes‑ que me desazonáis.

Sabíamos que su corazón estaba delicado y cuidábamos de ella como su precaria salud requería. La tía Lourdes llevaba años con tratamiento médico sin aparecer nuevas recaídas. Naturalmente, contrariarla suponía darle un disgusto y evitábamos en lo posible que eso ocurriera, pero todo tiene un límite. Había una línea roja por la que tuvimos varios desencuentros y no transigí. Estaba obcecada en que cortejara a una jovencita ligera de cascos hija de alguna de sus amistades.

Tenía la tía 56 años, cuando una noche la muerte se la llevó sin darnos cuenta, en paz. Pasaron las exequias y tocaba la vuelta al trabajo. Mi relación con Julián me tenía intrigado, porque el que yo permaneciese en la casa dependía de él, pero al día siguiente me sacó de dudas:

‑Hijo, Lourdes nos ha dejado a ambos. ¿Qué vamos a hacer? Por mi parte y si tú estás de acuerdo, nos podemos organizar en las tareas del hogar y como padre e hijo adoptivo, cuidemos el uno del otro.

‑No me parece mal que sigamos juntos ‑propuse sinceramente‑. Si tú, a la vuelta de la fábrica te encargas de la limpieza, yo puedo ocuparme de hacer la compra y cocinar. ¿Te parece?

Así empezamos a explorar una etapa nueva, y por mi parte me congratulo que fue bastante exitosa, en cambio él estaba muy abatido por la falta de su mujer y fue por entonces hacia el año 1983 que su empresa de acuerdo con los sindicatos, pactaron una reducción de plantilla de 40 trabajadores, mediante un ERTE (expediente de regulación temporal de empleo) y el tío Julián con 59 años quedaba fuera hasta la prejubilación. Encantado, se marchó a Valladolid, donde tenía sus hermanos y sobrinos y me quedé solo. No sé lo que hubiera dado para poder hacer yo lo mismo, pero el trabajo me retenía allí, en Bilbao.

Mi empresa por el momento no daba señales de flaqueza a pesar de que la actividad decreció y la monotonía se hacía evidente por los bostezos de media tarde, que a veces interrumpió Isabel con algún mandado de la cafetería. Era alegre y simpática surgiendo entre ambos algo, que tardé en darme cuenta de que era más que empatía. No supe cuándo ocurrió pero me había enamorado y era recíproco.

El año 1986 empezó toda una serie de acontecimientos importantes pero negativos. En primer lugar, a mi tío Julián le diagnosticaron cáncer de páncreas y una esperanza de vida de 3 meses, como en efecto sucedió. Cada 15 días pasaba el fin de semana con él y me aseguraba que el resto de la semana estaba muy bien atendido por sus familiares. La enfermedad, iba demacrando su aspecto y se intuía que el desenlace estaba cerca. Cuando me comunicaron que estaba ingresado conseguí de mis jefes dos semanas de vacaciones y pude así pasar junto a él los últimos días, estar presente en su fallecimiento y encabezar los actos funerarios.

Nadie mencionaba nada sobre los bienes del tío. Hablé yo, con los sobrinos.

‑Lamento tener que marchar a Bilbao ‑la empresa me reclama aseguré.

‑ ¡Ah! Puedes marchar tranquilo ‑respondieron‑, nosotros solicitaremos el certificado de defunción, las últimas voluntades, certificados bancarios etc...

Yo, que en verdad tenía que volver al trabajo, agradecí la disposición.

No tardó mucho en llegarme un correo certificado con acuse de recibo, notificándome el desahucio. Al parecer, Julián mi padre adoptivo había hecho testamento y explícitamente me desheredaba. Como es obvio, los sobrinos de él eran los beneficiados por el difunto y querían el piso libre de inquilinos, ya. Consulté una asesoría y contraté sus servicios para negociar que me concedieran una demora, hasta encontrar otro lugar donde vivir.

Isabel me reconfortó, me dio fuerza y fue mi desahogo. Teníamos la misma ilusión en un futuro compartido, pero poco a poco se estaba truncando. Lo último fue que la compañía para la que yo trabajaba, estaba de nuevo en crisis y decidieron que era necesario recortar gastos. En esta ocasión optaron por despidos incentivados.

‑Me dejan en la calle Isabel. Pierdo la vivienda y ahora me echan del trabajo. ¿Qué será lo siguiente? ¿Qué puedo hacer?

‑Lo que tienes que hacer es pensarlo con tranquilidad y sobre todo Félix, ten presente que no estás solo.

‑Es fácil decirlo ‑respondí a Isabel‑, pero encontrar un nuevo empleo será difícil y me pregunto dónde viviré al precio que están los alquileres. Esta noche no dormiré dando vueltas al asunto.

‑Llámame en cuando te levantes, Félix. Estaré impaciente de saber si has encontrado algo y que me lo cuentes, yo también buscaré en los anuncios por palabras.

Llamé a Isabel por hablar, pero no porque tuviera algo que contar.

‑Anímate Félix ‑anunció con la voz alborozada‑. Puede que lo que te voy a exponer, cambie tu actitud de negativo a positivo.

‑Vamos Isabel, si tienes algo empieza que estoy sobre ascuas.

‑Verás. Hasta ahora era agradable poder verte entre horas pero si te vas será un martirio, te lo digo muy en serio cariño, la tarde se me hará eterna y como en el Taberna Berri pagan poco, voy a dejar este trabajo y buscaré otro cerca de ti.

‑ ¿De verdad? ‑pregunté interesado‑. ¿A cualquier parte?

‑No nos vamos a separar por nada ‑aseguró convencida‑. Donde vayas voy.

‑He hablado con mis hermanos y me cuentan que en el pueblo cierran por jubilación el Restaurante Pucela. Está en la plaza, haciendo esquina con la Avenida de la Iglesia y se alquila ¿Te mola la idea de hacernos hosteleros?

‑A mí me encantaría, pero quiero oírtelo decir a ti, Félix.

‑Como si me hubiese tocado la lotería, Isabel, lo que tantas veces había soñado. Será una gran sorpresa para mamá y organizará una gran fiesta para dar a conocer, que el hijo que marchó para ser hijo adoptivo, regresa como el hijo pródigo. No te llevo nietos todavía mamá, pero celebrarás encantada que la bella mujer que me acompaña, me ama y está dispuesta a vivir conmigo.

‑ ¿Decías Isabel que querías oírmelo decir? ¡Me vuelvo al pueblo!

En efecto, así fue que en unos días se cumplía mi sueño.

A la par que el gastrobar empezaba a materializarse, algo había germinado con éxito y empezaba a bullir en el vientre de Isabel. Esto culminaría los anhelos de ambos, porque era este el otro proyecto, no menos deseado, el sueño de ambos.

FIN

 

 

 

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