UNA MAÑANA DE MAYO
Serán unas notas de mi niñez en la década de los cincuenta
del pasado siglo; concretando más, era una mañana de un día que no sé por qué
razón no teníamos clase y eso sí, con toda seguridad era mayo y en Torresandino
‑Mi villa natal‑. Con aquellas notas, he hilvanado un pequeño relato de la vida
de una familia –La que Cándido y Antolina habían formado‑, aunque bien podría
ser otra al azar, en cualquier pueblo de Castilla.
Las cadencias de la época y en especial el agua corriente
afectaban a todos, mejor o peor acomodados, solo que unos u otros lo afrontaban
con distintos recursos. En el mundo rural las gentes se rodeaban de tareas que
implicaban la colaboración de todos y puesto que el marido se marchaba de
madrugada al campo, la esposa se hacía cargo de las labores de casa y el
cuidado de los hijos. En mí caso éramos cuatro hermanos, la mayor Rosi 14 años,
Petri 12, Paco 9 y el menor Lázaro 6, pero eran tantas las tareas que cualquier
ayuda sería bienvenida. A saber:
Una somera limpieza según las usanzas de la época, que distaba
mucho de los requerimientos que la sociedad impone en la actualidad; por la
naturaleza de las superficies, tan lejos de las suaves, brillantes y pulidas de
que disponemos hoy en día y sobre todo sin la ayuda de máquinas ni productos
que llegarían años después para ayudarnos a conseguir la casa soñada.
Alimentar el fuego del hogar para aportar un ambiente cálido
a la estancia, calentar agua o cocinar. No era una tarea fácil empezando por la
necesidad de trocear los leños, el elemento combustible para lograr un buen
fuego tras muchos y penosos esfuerzos y después para mantenerlo durante horas.
Primer viaje a por agua potable fresca de la fuente de la
plaza, para traer: La madre, un cántaro de barro apoyado a la cadera, este para
las primeras abluciones de pequeños y grandes y un cubo en la otra mano, para satisfacer
la sed de los animales. A buen seguro sería necesario realizar al menos un
acarreo más, para la olla del cocido y el fregado de los cacharros, resuelto
con la aportación de un garrafón que conseguían traer entre dos niños.
La madre atendía a los animales domésticos, que por lo
general se criaban en la cuadra o el corral renovándoles la paja de cama,
proporcionándoles su alimento en el comedero y el agua del bebedero. Un par de
cerdos media docena de gallinas y una docena de conejos era habitual porque
suponían una parte importante de las necesidades proteínicas que complementaban
la despensa. Los niños recogíamos los huevos.
Y por supuesto tener puestos los cinco sentidos en la prole
de niños para que se vistieran y asearan, antes de desayunar e ir a la escuela.
Cuando no había clase a todo lo anterior se sumaba el tener controlados a
cuatro niños que cuando no estaban protestando o riñendo entre sí, corrían
detrás del gato o estaban pegándose con los hijos del vecino.
Si uno de esos días no lectivos era preciso hacer la colada, bajábamos
al arroyo en reata, con la madre por delante portando un gran balde lleno de
ropa sucia sobre la cabeza con un rodete para amortiguar el peso. Siguiéndola,
entre dos llevábamos la tabla de lavar, y los otros un canasto y dentro de él una
azadilla, un cubo con la lejía Conejo y el trozo de jabón marca Lagarto.
Nuestra progenitora tomó posición junto al remanso habitual,
colocando en su margen la tabla de lavar que le había hecho mi padre con madera
de chopo, fácil de trabajar y de poco peso. La pila de ropa dispuesta a su
derecha y arrodillándose en el cajetín estiró la mano para comprobar la
temperatura del agua recordando las malas experiencias de los meses de heladas;
con un gesto de asentimiento indicó que no estaba muy fría y acto seguido se
metió de lleno a su tarea, no sin antes advertirnos de que había que llenar el
cesto de cardos, bayas y raíces silvestres conocidas, de las que sabíamos les
gustaban a los cerdos.
Varias horas en El Parral darían para mucho y la orden sería
cumplida sin problemas porque a ambas orillas del riachuelo era un vergel de
vegetación. Como era el mes de mayo y la climatología acompañaba, la floración
estaba espléndida; margaritas, lirios amarillos y lilas, campanillas, malvas,
calas y amapolas, estaban presentes por dondequiera que mirásemos. Con la
azadilla cortábamos aquellas plantas que sabíamos que a nuestros puercos, les
encantaban, mientras recorríamos arriba y abajo la ribera, muy atentos a los
ruidos, para descubrir la presencia de algunos de los moradores campestres de
la fauna ibérica.
Así, entre los gorjeos de paloma, graznidos de urracas y
grajos, chirridos de gorriones, silbidos de mirlos y trinos de jilgueros, fuimos
atraídos por el repiqueteo del pico de un pájaro carpintero en plena labor,
sobre el tronco de un viejo sauce, que nos entretuvimos observando. Acechando a
las ranas estuvimos largo rato para localizar alguna, pero antes de lograrlo
nos sorprendíamos viéndolas desaparecer de un salto. Por dos veces, de
imprevisto pero con gran alboroto, salió de las junqueras un corpulento pato dejándonos
con más susto que el que él llevaba. Descubrir un lagarto nos mantuvo callados
e inmóviles para no delatar nuestra presencia y así poder seguir disfrutando de
su bella imagen, raramente conseguido hasta que nos detectó y desapareció entre
la vegetación. Por aquellos años abundaban los cangrejos, así que emulando lo
que habíamos oído contar a los mayores, logramos pescar seis bajo las piedras
del fondo. Contentos de poder aportar algo a la comida familiar buscamos en las
viejas paredes de un huerto y conseguimos aumentar la caza con dos docenas de
caracoles y tres setas de chopo nada desdeñables, que debía aprobar el experto.
El padre.
Cuando regresamos al lado de nuestra madre, ya no estaba sola
pues otras tres lavanderas le hacían compañía y juntas se divertían contando
chascarrillos. Aunque el trabajo era muy duro, el tiempo que pasaban en aquel lugar
era como un espacio de libertad, por el hecho de que en las inmediaciones no había
hombres y podían hablar de sus cosas íntimas. Mi madre extendía sobre zarzas,
espinos y setos, las sábanas para secar al sol. Eso significaba que había
terminado ya, porque lo dejaríamos así y regresaríamos a recogerlas por la
tarde. Igual que otras veces al llegar nosotros dijeron, “hay ropa tendida”.
Los más mayores nos explicaron que no querían que los chavales oyésemos lo que
entre ellas se contaban, así que tampoco les hicimos partícipes de nuestras
aventuras ocultando las capturas en el fondo del cesto. Gracias a eso no devolvió
los crustáceos al agua, porque cuando contentos se lo enseñamos en casa, se
enfadó mucho diciendo que éramos como los cazadores furtivos, pero en fin; después
de la bronca se tranquilizó y le quedó mucho más cerca la paella que el arroyo.
Resultó un día muy activo y sin embargo feliz, entretenido, didáctico,
divertido y como colofón una estupenda experiencia culinaria. Claro que
eran otros tiempos.