sábado, 15 de diciembre de 2018
El alzhéimer.
A MIS ABUELOS
En la casa de mis abuelos Enedino y Petra los problemas llegarían cuando aún estaban allí en el pueblo. Todos sus hijos habían marchado ya en busca de otros horizontes que resultaran menos penosos y tal vez más fructíferos. Pero para ellos daba comienzo esa etapa de la vida en que por una u otra razón poco a poco nos vamos convirtiendo en seres dependientes aunque aún no fuera evidente. El cuadro que se presentaba a corto plazo les hacía candidatos como a tantos otros que llegando a cierta edad se ven afectados por alguna minusvalía de al menos uno de ellos. Sólo que en su caso por partida doble: Enedino, se quedaba ciego sin solución y Petra afectada por el alzhéimer. Él conocía el diagnóstico de la incipiente enfermedad de ella desde hacía unos meses y que como le habían explicado los especialistas era cuestión de tiempo el que antes o después tendrían que acatar el requerimiento desinteresado de sus hijos, para trasladarse a la ciudad a vivir con ellos, pero percibía la resistencia de Petra a salir de su hogar y no quería desairarla. Con el paso del tiempo el abuelo hubo de recurrir a la amabilidad de los vecinos, que se preocupaban y amablemente le ayudaban a superar distintas situaciones. Finalmente, preocupados llamaron a los hijos y les pusieron al corriente de los pormenores diarios al respecto. Estos ya lo habían hablado entre ellos sobre adoptar el régimen de tenerlos de forma rotativa por meses, que al ser seis hijos, resultaba llevadero. Todos de acuerdo, los abuelos llegaron a la ciudad el año 1963.
Tal como se había pronosticado, fueron llegando los cambios en la salud de Petra, que los primeros años no requería permanecer en casa ni vigilancia constante. En determinadas ocasiones, quedaba margen para el humor, haciendo bueno el proverbio que dice: Si surge una ocasión para reír, aprovéchala, ya llegarán también el tiempo para llorar. Mes tras mes asistíamos con resignación a una pérdida ralentizada apenas imperceptible de los recuerdos más recientes, como páginas que se iban cerrando en la memoria y el olvido seguía avanzando en vertiginosa carrera de retroceso hacia la adolescencia y la niñez, etapas que aunque también estaban avocadas a desaparecer, parecían resistir algo más e incluso daba la impresión de que se refrescaban, que capítulos ya perdidos volvían, permitiendo al enfermo recordar letras de canciones infantiles ya olvidadas y, que otras personas de su generación únicamente las rememoraban al escucharlas.
Paralelamente empezó a producirse un deterioro despiadado de la parte humana
Dice un refrán que ojos que no ven, corazón que no siente. Nada más lejos de la realidad, me consta que el abuelo aunque tratáramos de ocultarle aquellos afligidos episodios sufrió demasiados disgustos y cada vez con más frecuencia al percibir el problema de su esposa y encontrarse impotente para hacer algo más. Así se fueron transcurriendo los días, que por qué no, también disfrutábamos algunos ratos muy agradablemente, escuchando al abuelo graciosos episodios de su juventud. Fuimos arrancando las hojas del calendario y el año 1972 con 80 años Enedino se acercaba a su final. Una larga noche llamó a sus hijos junto a su lecho y les pidió que cuidaran a su madre entre todos, como buenos hermanos, para terminar con: “Que nadie en el pueblo pueda hablar mal de esta familia”. Y se marchó. Tenía muy bien la cabeza, pero su corazón ya no aguantó al amanecer.
Petra se quedó otro lustro más en este mundo a pesar de que su cuerpo ya parecía haber traspasado los límites del más allá. Su buen apetito le proporcionaba energías pero la movilidad paulatinamente se estaba reduciendo. Mientras el abuelo vivía, en algunos ratos que su esposa no se dejaba llevar era él quien le apaciguaba y calmaba porque tenía sobre ella cierta influencia mientras que los demás nos servíamos de engaños que una vez valían y otras no. Todos en casa echábamos una mano para estar al cuidado de ella porque eran pocos los días que se mantenía sosegada. Yo como uno de sus nietos con veinticinco años viví alguno de aquellos episodios que ahora relataré:
Estábamos, solos en casa un viernes por la tarde, y mi madre había tenido que salir al supermercado para las compras del fin de semana yo me quedé hasta que regresase. Habíamos pasado el rato entretenidos pasándole viejas revistas que ojeaba fijándose en las fotografías y algunos títulos, pero inesperadamente dijo:
‑Hasta mañana, ya me voy para mi casita.
‑Que no, abuela, cómo dices ésas cosas, que ya vives aquí.
—Sí, porque tú lo digas. Yo tengo mi casa y tengo que irme ya, porque volverá mi padre de trabajar, y yo de correcalles por aquí.
— ¡Pero abuela! A tu padre ni siquiera le conocí yo, dónde estarán sus huesos; que tú ya tienes ochenta años.
—Tú a mí no me llames abuela que no somos ni parientes ni nada.
—No digas ésas cosas abuela. Mira, yo soy tu nieto Paquito, ¿te acuerdas? soy hijo de Cándido, el mayor de los tuyos.
— ¿Yo hijos? Pues pa`que lo sepas tú mocoso, yo no tengo hijos y estoy soltera y entera.
—Vale, pero se lo voy a decir a mi padre.
—Por mí, se lo puedes decir a quien quieras y ahora ya sí que me voy que todo el día por ahí, no puede ser, qué dirá mi padre el pobre que volverá del campo y no le he preparado la cena.
—Estate tranquila que si es por eso, le mandamos un recado para que venga él aquí y así cenamos juntos y os vais después para vuestra casa
—Pero es que tengo que recoger a las gallinas y ponerlas el pienso.
—Bueno, vamos entonces, ya te acompaño, pero ayúdame a recoger la cocina, no nos vamos a ir y dejar todo tirado. Toma pasa tú la escoba.
De momento parece que ganamos la batalla, esta vez se pasó el momento de perturbación y volvimos a la rutina. Un retal de tela, una aguja hilvanada y su ausencia hacen que la creatividad sea nula, su mente vacía de contenidos no avanza porque no sabe lo que está haciendo y a la segunda puntada no recuerda si está descosiendo, cosiendo, repasando, zurciendo o hilvanando, pero con cualquier actividad se entretiene y mata el tiempo evitando ramalazos repentinos que la obcecan y llevan a una situación momentáneamente difícil. Mi madre ha vuelto y la pongo al corriente. Me cuenta que la misma situación, se le dio a ella hace dos días, con similares palabras, pero que como no se calmaba la siguió la corriente y ambas dieron la vuelta a la manzana hasta que se cansó y aceptó de buen grado regresar, olvidada ya totalmente la disputa.
Sábado y domingo eran días que recibía muchas visitas de familia o conocidos y las horas pasaban más distraídas incluso quizás sacaba a la abuela de su ensimismamiento resultando que el transcurrir de las horas fuese casi placentero. Hasta se deseaba que surgiera algún episodio en presencia de sus hijos para que pudieran constatar por sí mismos el avance de la enfermedad.
El lunes yo tenía día libre y ayudaba en casa dispensando mis atenciones a la abuela para que Antolina, mi madre, quedara libre para hacer las habitaciones, la compra o el planchado. Cuando concluyó lo más perentorio, me dijo que si yo tenía que salir ya podía hacerlo pero como no había ninguna prisa estuvimos charlando.
—Estoy pendiente —me dijo– de que la abuela lleva dos días que no hace cacas, y aunque le pongo pañales parece que la molesta e intenta quitárselos, con el resultado de que antes de que me dé cuenta va enciscando toda la casa. He probado poniéndola sentada con paciencia en el inodoro, pero no he conseguido nada y no puedo estar ahí todo el día.
—Si quieres podemos hacer la prueba otra vez por ver si hay suerte, ya me quedo yo con ella entreteniéndola.
—Por intentarlo que no quede, —aceptó mi madre.
Como el pudor hacía tiempo había dejado de tener importancia, tomamos posiciones, ella no puso objeciones a sentarse en la taza y a su lado coloqué una banqueta para mí, por si la espera se alargaba. En fin, que de esta guisa comenzamos a disertar sobre temas de Maricastaña. Un tanto hastiado ya de la larga plática, llamé a mi madre y le comuniqué que abandonaba ya el experimento.
—Qué pena que no lo haga ahora, porque dentro de un rato le saldrá cuando no lo esperemos y se embadurnará antes de que nos demos cuenta.
—Abuela, hace unos días que no haces del cuerpo, por qué no haces unas pequeñas fuerzas a ver, ya sabes intenta tirarte una pedorreta, le insté.
Nos miraba, pero no colaboraba. Se lo volvíamos a pedir con otras palabras y actitudes porque seguro que ante semejante impotencia, nuestro estado de ánimo iba decayendo.
—Anda abuela, te lo pido por última vez. Haz un esfuerzo.
—Ya, que te crees tú que nada más que porque sí. Vas listo si te crees que voy a hacer lo que tú quieras.
El gesto era elocuente, estaba completamente convencida; tanto como lo estaba su nuera que presagiaba lo que vendría más tarde.
La llegada de Cándido, mi padre dilató un poco más la situación, le comentamos el vano intento y los pormenores de la infructuosa conversación con su madre.
—Pero madre, por qué no lo intentas –La animaba‑, verás qué bien te quedas.
— Yo, sin permiso de mi padre no hago nada –Era su respuesta.
—Madre –insistía Cándido con mucho cariño, aunque más que como un nuevo argumento por convencerla, ahora como una intentona por abstraerla de su mundo de ficción y devolverla a la realidad‑. Tu padre hace mucho que murió, tu marido que era mí padre, también falleció, hazme caso a mí que soy tu hijo mayor.
— ¡Cómo que mi hijo! ¡Y qué dices de marido, si yo soy soltera!
Cándido recordó por un breve momento sus años de vida, criado y educado en el entorno de un hogar en el que florecía el amor. ¿Qué haría su progenitor en este momento tan tremendo? ¿Qué diría y qué tono utilizaría para no herir en sus sentimientos a su querida esposa? Él que siempre la supo llevar, ¿cómo lo haría ahora? Miraba a su madre pero no la veía. Tenía los ojos vidriados por las lágrimas que repentinamente habían asomado bajo sus párpados. Quería decirle algo, pero no podía. Un nudo se le había cruzado en la garganta. Ocultó la cara en sus manos y se retiró hacia su habitación. Iba llorando y de su garganta salió como un quejido, una sola palabra. ¡Diooos! Algo en esa palabra me recuerda la súplica de Jesús en el Monte de Los Olivos. “Si es posible Padre, aparta de mí este Cáliz“. Tal era el dolor ante la imposibilidad de hacer algo para recuperar a su madre. Rescatarla del pozo sin fondo donde estaba cayendo.
La siguiente etapa fue muy diferente, el cuerpo estaba ya bastante atrofiado, había perdido la movilidad y poco a poco también el habla, para levantarle y acostarle se requería de dos adultos y después pasaba el día en una silla y por último en la cama. Casi un vegetal. Finalmente desapareció todo rastro de memoria que pudiera quedar en un cuerpo deshumanizado. Paralelamente el cuerpo, antaño esbelto había perdido todo su esplendor quedando reducido a huesos y piel con sólo una pequeña llama de aliento vital que obligaba a continuar alimentando ese cuerpo mientras ése fuego no se hubiera extinguido.
Quizás sea ésta la metamorfosis necesaria para poder acceder al más allá. Este es el fin. Por hoy, el único posible.
FIN
Suscribirse a:
Entradas (Atom)