En este artículo, dando respuesta a seis hipotéticas preguntas, se recogen
datos en un amplio abanico de siglos de la historia de España pero como Cascón,
las referencias al siglo pasado las he centrado en este rincón burgalés que
bien puede ser representativo de cualquier otro del campo castellano. La fuente
no es otra que los conocimientos objetivos que en la actualidad tenemos, basados
en testimonios en primera persona y hechos reales susceptibles de ser
verificados o contrastados.
1.- ¿Nuestros antepasados se alimentaban bien?
En la prehistoria, los humanos vivían en una lucha constante
por conseguir los alimentos que necesitaban; si cazaban comían. Al dejar de ser
nómadas empezaron a labrar la tierra y tenían en el granero suministros que les
permitían superar los días sin caza. Más tarde, al asentarse en poblados podían
canjear unos con otros sus víveres. Así surgió el comercio de mercancías. Con
estos prolegómenos nacieron los poblados y sus habitantes empezaron a organizarse,
aunando esfuerzos y trabajando en grupo repartían las tareas y compartían los
logros. Alianzas con los pueblos vecinos, hicieron posible alcanzar éxitos que
no hubieran sido posibles por separado. Y esto fue el germen para alcanzar el
sentimiento de tribu y después nación. A lo largo de la historia todos los
países han sufrido altibajos en la dieta alimenticia. Pequeños cambios pero
continuos a través de los siglos, supusieron pasos adelante en contraposición con
los retrocesos, como consecuencia puntual de catástrofes naturales, guerras o
gobernantes nefastos. Al restaurarse la situación, volver a la normalidad solo
era cuestión de tiempo, porque la idea de nuestros ancestros sobre calidad de
vida, consistía en tener bien surtida la despensa.
Si diéramos
un salto hasta la Alta Edad Media, encontraríamos que los musulmanes dominaron
la península durante casi 800 años e introdujeron cambios importantes en la dieta.
Tras la reconquista se mantuvieron los conocimientos adquiridos en la materia y
se recuperaron el ganado porcino y los viñedos, que en la dominación musulmana
estuvieron vetados por su religión y que los moriscos asumieron como una forma
de identificarse con los cristianos. La carne de cerdo sería la más consumida
por la clase baja, porque la conservaban en sal, en aceite, la secaban o elaboraban
con sus partes magras embutidos y con la sangre de la matanza las ricas
morcillas. Y qué decir del vino que durante siglos tuvo gran relevancia en
nuestra cultura nutritiva.
Siglos más
tarde al final de la Baja Edad Media, nuevos productos enriquecieron la
manutención de los españoles; eran las aportaciones que los conquistadores nos
trajeron de América tras el descubrimiento, tales como: La patata, el cacao,
las judías, el tomate, la calabaza y pimientos, entre otros y que hoy los
encontramos en los entrantes, primeros platos, guarnición de principales o
ingredientes del postre.
2.- ¿Se ha dado alguna hambruna recientemente?
La última hambruna
nos la recuerdan nuestros mayores más longevos, que tuvieron que sufrirla en su
infancia o adolescencia por culpa de la propia guerra y que las medidas
gubernamentales para paliar la escasez de alimentos básicos en la posguerra
fueron inútiles, prolongando el problema desde el final del conflicto armado en
1939, hasta bien entrados en la década de los 50.
Antes de la Guerra Civil e incluso según avanzaba esta, ya apuntaba a una situación de penuria. Pero
los artículos esenciales estaban asegurados y a disposición para ser adquiridos
sin limitaciones, aunque el precio de algunos productos les hacía inaccesibles
para las clases sociales más bajas. Muchos vecinos para asegurarse la leche tenían
una cabra, los que no, podían comprarla de vaca, aunque cara. Las gallinas que algunos
tenían, les surtían de huevos y si excedía a las necesidades propias, el
excedente servía para un trueque por aceite u otro producto y si criaban una nidada
las nuevas pollitas sustituirían a las que por la edad ya no ponían huevos y que
pasaban a la cazuela acompañadas de garbanzos u otro cocido de legumbres; los pollitos
se criaban para su consumo como capón en los días especiales. Mientras tanto se
recurría al tocino y la carne de cerdo de la matanza propia o el conejo
doméstico, visitando la carnicería lo menos posible o solo para adquirir la
casquería del ganado lanar o vacuno vendidos entre las clases altas, que se
distinguían por comer ese tipo de reses, pero que rechazaban no obstante por
considerarlo comida de pobres los hígados, patas, orejas y vísceras. La caza
abundante sobre todo de liebre, codorniz y perdiz pero se consideraba un
privilegio de las clases altas mientras que el pescado se limitaba a algunas
cajas de frescos, que a veces llegaban de la costa del Cantábrico: sardinas, congrios,
anchoas, chicharros y anguilas, que se sumaban a las conservas de bacalao en salazón,
arenques ahumados y escabeches. En cuanto a fruta, pan, legumbres, y verduras por
ser tierra de campo en general tenían las necesidades cubiertas. Las penurias
llegaron en la posguerra
3.- ¿No se pudieron mantener los pertrechos
que antes tenían?
La contienda
fratricida fue acabando las reservas del país y a nadie extrañó que al
finalizar esta, se diera un aislamiento frente a los países de Europa, que a su
vez se enfrentaban a una conflagración mundial. La realidad era de cadencia
generalizada de productos básicos, situación que los gobernantes quisieron
atajar implantando las cartillas de racionamiento, que no alcanzaba para
asegurar el abastecimiento de lo más imprescindible. Se dictó una ley que
castigaba incluso con la pena de muerte a los especuladores y a los productores
les confiscaban toda la producción. Los labradores de cereales para quedarse
con el trigo razonable para su propio consumo de pan, tenían que esconder una
porción de su grano arriesgándose a que les aplicasen la ley, pero los que estuvieron
en el ejército franquista y los curas, tenían derecho a doble ración. Para
controlar el buen funcionamiento designaron la Comisaría General de Abastos,
pero sus inspectores y agentes no hicieron su cometido y se apropiaban de
mercancías en nombre de la fiscalía que luego vendían al estraperlo en el
mercado clandestino al precio establecido multiplicado por diez. Hubo por lo
tanto muchos españoles que se forraron haciendo negocio de la miseria humana,
mientras que otros eran castigados multados y despojados de sus propiedades, amparados
en una acusación miserable. El odio hacia quienes en la contienda había combatido
en el lado perdedor era tal, que no disimulaban su encono denunciándoles y
encarcelándoles injustamente para privar a sus hijos del sustento y acabar lo
que las balas no habían logrado.
Trágico pero
real, aparecieron enfermedades propias de las carencias nutritivas y hubo un
alarmante aumento de mortandad entre la población de niños y ancianos.
4.- ¿Consiguieron resistir?
Según el
diccionario de la lengua, hambre significa gana y necesidad de comer, pero
también escasez de alimentos básicos. Ambas acepciones de la R.A.E. se podían
aplicar a la mayoría de la población española tras la Guerra Civil, dando lugar
a que florecieran epítetos como muerto de hambre o más listo que el hambre,
pero tanto los aludidos por uno u otro, ante esta situación avivaron su ingenio
en un justo intento ‑Valga la redundancia‑, de no morirse de hambre. No todos
lo lograron.
En los
pueblos, por todo lo dicho las pasaron canutas, pero en las ciudades lo pasarían
aún peor.
Los animales
domésticos ya habían desaparecido tiempos atrás, aunque de todos modos no había
con qué alimentarles, así que se recurría a todo lo imaginable para lograr
meter a la olla algo que aportase proteínas.
Ave que
vuela a la cazuela, era algo más que un dicho y no se le hacía ascos a comerse
los pajaritos del nido de cualquier especie alada o si tenían oportunidad
lagartos o culebras. La pesca prohibida de cangrejos y barbos a mano, así como la
caza furtiva con lazos, de pequeños mamíferos salvajes como liebres, conejo de
monte, ardillas, erizos, ratas de agua o caracoles eran muy apreciadas y un día
con éxito podía solucionar las necesidad más perentorias de la familia hoy y tal
vez mañana. Pero los animales salvajes no crecen en el jardín.
Las ensaladas
eran muy socorridas, porque estaban muy arraigados en la dieta desde siglos
atrás, pero por la falta de hortalizas para su elaboración se recurría a los ajos
y espárragos silvestres, collalbas, cardillos, berros, hongos, setas, collejas,
apio o achicoria entre otras. Con suerte una patata y un trozo de remolacha cocidas,
cortadas en láminas y un poquito de aceite, sal y vinagre, llenaban un plato.
La sopa y
puré, según la tradición se acostumbraba tomar para cenar, predominando la sopa
castellana de pan a la que le añadían algo que le diera gusto y muchas veces se
limitaba al agua, una hojita de laurel, tal vez un huevo y al final se
resquemaba con un refrito de tres ajos picaditos y una pizca del socorrido
pimentón para darle color.
Los cocidos menospreciados
por los que se creían de mayor alcurnia, eran los más cotidianos en el menú del
mediodía pues en las mesas de los pobres era plato único confeccionado con
garbanzos, habas o lentejas y guisado con lo que en el campo se hubiera dejado
pillar, un hueso del cerdo quien lo había podido criar o el esternón de una
gallina vieja de las que ya no daban huevos.
El guiso de una
liebre, un conejo o dos kilos caracoles, significaba el éxito de una batida. Se
elaboraba siguiendo la receta tantas veces repetidas con su tomillo, laurel,
especias, ajo, cebolla, guindilla picante, un vaso de vino, aceite etc...Y el
amor que le ponía la madre. Toda la familia esperaba ilusionada el momento de
colocar la cazuela en el centro de la mesa. ¡Menuda fiesta si no hubiese que reservar
la mitad para mañana!
5.- ¿Y cuando no pillaban nada?
Los racionamientos eran limitados en productos y además de escaso nunca
encontrabas lo necesario. Rara vez se repartía carne leche o huevos pero sí que
lo había de contrabando pero a un precio desorbitado que para mucha gente era
imposible pagar. El dinero se quedaba sin valor, pero además quienes no tenían
trabajo o eran inválidos no podían adquirir el racionamiento y cedían su opción
de tabaco a quien lo necesitase a cambio de algo con que llenar el estómago.
El aprovechamiento de las polivalentes peladuras de las patatas, naranjas
u otras frutas como el plátano cortadas en tiras y bien fritas, aportaban fibra
que es buena para el intestino o bien cocidas y pasadas por el pasapurés,
resultaba una crema en aquel tiempo nada despreciable. A la tortilla española únicamente le
quedaba el nombre, porque si había huevos faltaban patatas o el aceite. Llegó a
formar parte de una relación de recetas que denominaban “Los platos Michelin
del hambre”. Se trataba de una tortilla sin huevo; sustituyendo este por una
mezcla de harina, agua y bicarbonato y supliendo los tubérculos por sus mondas
bien lavadas, o la parte blanca de las pieles de los cítricos cortadas en
trozos. En la sartén la manteca de cerdo cocinaba el revuelto dotándole de la
prestancia suficiente para engañar a los ojos, que no al estómago.
Quien tenía
ocasión, no le hacía ascos a comer alimentos propios de los animales como
algarrobas, titos o maíz y en algunas casas era cotidiano. Los fumadores recurrían
a secar hojas de plantas para fumarlo y los niños recogían colillas para
aprovechar el poco tabaco que quedaba para venderlo como picado. El café se
reutilizaba o se sustituía por achicoria y los que disponían de cebada la
tostaban y molían para usarla de sucedáneo.
Los
ancianos de hoy nos han contado los sufrimientos y la miseria que padecieron en
aquella época; nos parece exagerado pero tienden a quedarse cortos, porque por
vergüenza propia o ajena, callan los detalles de cuando tocaron fondo como si
de una deshonra se tratara. Lo que ahora nos parece imposible de soportar,
ellos, sacando fuerzas de flaqueza lo superaron. Pero no olvidemos a los que no
tuvieron esa suerte “llamémoslo así” y acabaron sus días muriendo en un
hospital, en un campo de trabajos forzados, construyendo el Valle de los Caídos
o masacrados en un penal.