LAGRIMEANDO
La primera quincena de agosto me encontraba de vacaciones en
el pueblo, donde leí en el periódico un artículo sobre Las Perseidas. La noche que
se anunciaba como la más indicada para vislumbrar las estelas de meteoritos o
estrellas fugaces, como se las denomina popularmente, era limpia. Fascinado por
los artículos de prensa, me subí al castillo dispuesto a descubrir por primera
vez aquel evento.
Mientras esperaba, mis pensamientos vagaron sin destino
concreto, pero el tema parecía centrarse en las lágrimas.
Del tronco del sauce llorón, cuelgan muchas ramas que por la
acción de la gravedad buscan el suelo. Son estas sus lágrimas, que dan lugar al
nombre de esta especie de árbol que crece en el valle.
Nosotros, los seres humanos, podríamos llevar también el
apelativo de llorón pues somos llorones, no en vano somos el 80% agua y
constantemente vivimos en un valle de lágrimas, donde vemos discurrir verdaderos
ríos de lágrimas, propias o ajenas. Tantas, que a menudo se utilizan metáforas incluso
en grado superlativo, como un mar de lágrimas.
Nada extraño apareció por la bóveda celeste que distrajera mi
mirada ni siquiera un momento, así que seguí razonando sobre lágrimas de
cualquier clase.
Como las primeras lágrimas de un nuevo amor o las que surgen al
apoyar la mano sobre una barriga prominente por la incertidumbre sobre una
nueva vida, sentimos el latido de nuestro primer hijo y empezamos a lagrimear
por algo vital, latente, aunque todavía desconocido.
Luego serán lágrimas de amor, lágrimas de felicidad, lágrimas
de alegría, que supondrán lloros sin dolor y dolorosos lloros, que generalmente
aflorarán con lágrima fácil.
Invariablemente llegarán también los momentos de llorar las
penas propias, llorar las desgracias de los seres queridos y los lloros y
lamentos causados por algún ascendiente familiar que alguien los justificará
con el consabido: Quien bien te quiere te hará llorar.
Los sucesos excepcionales que causan los dolores más intensos
te harán llorar a mares, llorarás lágrimas vivas y lo harás a moco tendido,
lágrimas saladas y tan ácidas que creerás lágrimas de sangre.
Algún día, avanzados los años y cuando ya hayamos pasado por
las lágrimas de elefante y las lágrimas de cocodrilo, nos encontraremos
llorando una vez más ante la pérdida natural de nuestro padre o madre pero en
esta ocasión no aportarán nada a ese hipotético mar de lágrimas porque tu
llanto será seco y silencioso descubriendo por vez primera lo amargo que
resulta llorar sin lágrimas.
¡Uf! El asunto estaba abierto y se prestaba para divagaciones
sin ninguna otra persona que hiciera oposición. Estoicamente, vigilando como un
búho en la noche permanecí en mi observatorio largas horas. Mi intención era
aportar mi propia experiencia para complementar las enseñanzas del artículo sobre
las lágrimas de San Lorenzo. Resultó un verdadero fiasco pues a pesar de mi
paciencia solo vi aparecer dos y no se podrían hablar excelencias sobre ello.
Claro que tuve de esperar en el lado oscuro del promontorio casi hasta que clareaba
el alba y para colmo la luna llena brillaba perjudicando la escena a esas horas
con gran intensidad.