miércoles, 21 de agosto de 2019

LAGRIMEANDO


LAGRIMEANDO

La primera quincena de agosto me encontraba de vacaciones en el pueblo, donde leí en el periódico un artículo sobre Las Perseidas. La noche que se anunciaba como la más indicada para vislumbrar las estelas de meteoritos o estrellas fugaces, como se las denomina popularmente, era limpia. Fascinado por los artículos de prensa, me subí al castillo dispuesto a descubrir por primera vez aquel evento.
Mientras esperaba, mis pensamientos vagaron sin destino concreto, pero el tema parecía centrarse en las lágrimas.
Del tronco del sauce llorón, cuelgan muchas ramas que por la acción de la gravedad buscan el suelo. Son estas sus lágrimas, que dan lugar al nombre de esta especie de árbol que crece en el valle.
Nosotros, los seres humanos, podríamos llevar también el apelativo de llorón pues somos llorones, no en vano somos el 80% agua y constantemente vivimos en un valle de lágrimas, donde vemos discurrir verdaderos ríos de lágrimas, propias o ajenas. Tantas, que a menudo se utilizan metáforas incluso en grado superlativo, como un mar de lágrimas.
Nada extraño apareció por la bóveda celeste que distrajera mi mirada ni siquiera un momento, así que seguí razonando sobre lágrimas de cualquier clase.
Como las primeras lágrimas de un nuevo amor o las que surgen al apoyar la mano sobre una barriga prominente por la incertidumbre sobre una nueva vida, sentimos el latido de nuestro primer hijo y empezamos a lagrimear por algo vital, latente, aunque todavía desconocido.
Luego serán lágrimas de amor, lágrimas de felicidad, lágrimas de alegría, que supondrán lloros sin dolor y dolorosos lloros, que generalmente aflorarán con lágrima fácil.
Invariablemente llegarán también los momentos de llorar las penas propias, llorar las desgracias de los seres queridos y los lloros y lamentos causados por algún ascendiente familiar que alguien los justificará con el consabido: Quien bien te quiere te hará llorar.
Los sucesos excepcionales que causan los dolores más intensos te harán llorar a mares, llorarás lágrimas vivas y lo harás a moco tendido, lágrimas saladas y tan ácidas que creerás lágrimas de sangre.
Algún día, avanzados los años y cuando ya hayamos pasado por las lágrimas de elefante y las lágrimas de cocodrilo, nos encontraremos llorando una vez más ante la pérdida natural de nuestro padre o madre pero en esta ocasión no aportarán nada a ese hipotético mar de lágrimas porque tu llanto será seco y silencioso descubriendo por vez primera lo amargo que resulta llorar sin lágrimas.
¡Uf! El asunto estaba abierto y se prestaba para divagaciones sin ninguna otra persona que hiciera oposición. Estoicamente, vigilando como un búho en la noche permanecí en mi observatorio largas horas. Mi intención era aportar mi propia experiencia para complementar las enseñanzas del artículo sobre las lágrimas de San Lorenzo. Resultó un verdadero fiasco pues a pesar de mi paciencia solo vi aparecer dos y no se podrían hablar excelencias sobre ello. Claro que tuve de esperar en el lado oscuro del promontorio casi hasta que clareaba el alba y para colmo la luna llena brillaba perjudicando la escena a esas horas con gran intensidad.