Como ermitas al dios Baco, en las cuestas del paraje que en Torresandino llamamos El Castillo, proliferaban varias docenas de cuevas subterráneas excavadas con mucho trabajo, mucha voluntad y no menos tesón. Nuestros antepasados de hace más de doscientos años, emprendieron la tarea con ahínco, picando a mano la arcilla con una simple azuela hasta conseguir profundidad de entre 9 y 12 metros y amplitud suficiente para dar cabida a grandes toneles, buscando en las entrañas de la tierra las mejores condiciones de humedad, temperatura entre 14 y 16 ºC durante todo el año y el silencio y reposo de esas estancias para la fermentación de los mostos extraídos de la uva del majuelo propio y la conservación de los vinos elaborados con mimo, para el consumo
familiar.
Se pasaban muchos ratos con los amigos, charlando a la tenue luz de una vela apoyada sobre la cuba, con un vaso en la mano degustando el caldo de la última vendimia o bien a la entrada que llamaban el contador, donde se merendaba o almorzaba, de parrilla, escabeche o fardelejo. Mientras disfrutaban de las viandas y el vino, se platicaba sin reservas entre personas. Vecinos de Torresandino, sin distinción de clases, en la bodega todos iguales: El pastor, el hortelano, el secretario, el alguacil, el herrero, el veterinario y el señor cura. Y en las venerables paredes bien podían haber quedado, grabado, secretos de alcoba, de confesionario o de estado y sobre todo el eco de muchas jotas. Qué bien sonaba, la acústica ayudaba y la juerga era propicia los días de fiesta.Así era por no tener otras diversiones, pero ya desde hace tiempo esto fue cambiando, quedando en el destierro del olvido.
Nuevas tecnologías invaden los hogares y los cascones sucumben ante los eficaces frigoríficos dejando las bodegas abandonadas a su suerte, que no es otra que la seguida ya por la mayoría, derrumbarse y desaparecer.
Los usuarios en sus reiteradas idas y venidas habían hollado el camino, pero desde que quedó abandonado no lleva a ningún lugar, empezó a desaparecer engullido por espinos, ortigas y cardos. Solo en algunos tramos se puede intuir que alguna vez estuvo allí.
Dos acacias aguantan estoicas el paso del tiempo. Como centinelas que fueron testigos vivos de tantas fiestas espontáneas alegres y bulliciosas en las tardes y noches estivales tendrían mucho que contar. Podrían recuperar de entre sus raíces las memorias de los que ahogaban sus penas con un clarete de paladar fácil y acababan durmiendo la mona al raso, las tribulaciones de los enamorados por escabullirse del grupo para dar paso a su pasión, un joven que se creyó frustrado en el amor por el efecto de la chispa espontánea del alcohol o alguna joven que a la luz de las estrellas, perdió su candidez.
Mención especial se merecen media docena de bodegas, próximas a la población que permanecen gracias al tesón de sus propietarios. Desde luego, son ejemplo muy loable, que se merecería la consideración de Bien de Interés Cultural.