A mi madre
Antolina, falleció
con 99 años, una edad avanzada y aunque teníamos asumido que llegaría algún día
irremediablemente, sentimos como si nos hubiera sido arrebatada prematuramente.
Su esposo, hermanas, amigas y casi todos los conocidos de su generación se
fueron antes y ella, aunque con buena salud fue perdiendo vitalidad paulatinamente
y algún día nos habría de dejar.
Nació en abril de 1922 en Tórtoles de Esgueva y
falleció en julio del 2021 en Aranda de Duero.
Se hace lógico
pensar que si se llega al desenlace tras una enfermedad larga y dolorosa la
familia se siente aliviada, pero en nuestro caso apenas existió esa fase. Incluso
hacíamos planes para celebrar el centenario. Le dio un ictus y no pudimos hacer
nada, por mucho que nos costase aceptarlo no había vuelta atrás. Los trámites ineludibles
de las primeras horas son muchos, como los relacionados con la funeraria,
organizar las exequias, avisar a los más allegados, las esquelas, la iglesia,
las flores y el tanatorio. Todo ello nos mantuvo abstraídos como ausentes de la
realidad.
Añadiré que hubo
momentos en que se avivaron sentimientos que desconocía, que no me esperaba. Algunos
negativos que me soliviantaban como al recibir la noticia negándome a
aceptarlo. O cuando echaba de menos a las personas cuya ausencia, era a mí
entender inexcusable. También me resultaba extraño que la voz trémula me
delatase al atender algunas llamadas de teléfono. Gratificante al recibir las
condolencias, o al escuchar al sacerdote decir su nombre en la homilía de la
misa de cuerpo presente. Afectado por una angustia amorosa al ver por última vez su rostro en las horas del tanatorio.
Quizás todo ello es lo más normal, pero sin lugar a dudas lo mejor, lo que hizo
mella no sólo en mí sino en todos los presentes fue la intervención de Asier, mi
nieto de 9 años biznieto de la difunta, leyendo desde el altar un resumen de la
vida de su bisabuela.
Decía así:
Hoy despedimos a Antolina, una mujer
valiente, trabajadora y tenaz. Aunque nació en Tórtoles y ha vivido muchos años
en Basauri, llevaba el nombre de Torresandino con mucho orgullo y todo el
cariño del mundo.
Desde niña esquivó todas las piedras
que la vida le puso en el camino y siempre que se caía, se volvía a levantar,
con la fe de quien ama la vida.
Cuando le preguntaban qué había hecho
para llegar a esa edad, contestaba: Trabajar mucho, pasar mucha hambre y
sobrevivir a una guerra, una posguerra y en los últimos meses, incluso a una
guerra sin armas.
Era una gran conversadora. Encantada
siempre de tener a alguien que quisiera compartir sus vivencias y anécdotas,
que como os podéis figurar, no fueron pocas y con memoria prodigiosa y gracia
singular relataba siempre sus historias, siendo un lujo escucharla.
Impaciente, esperaba la llegada del
verano para regresar al que para ella era su pueblo, Torresandino, donde
encontró el amor y formaron una familia. Le gustaba recorrer sus calles y,
sobre todo, sus caminos, recordar la vida que pasó en él, como por ejemplo el
día de la cosecha, que ella disfrutaba especialmente tomando parte activa en
los actos.
De gustos sencillos, disfrutaba sobre
todo de la compañía de sus hijos, de las carantoñas de sus nietas y de los
juegos y mimos de sus biznietos. Orgullosa y feliz de tener a su familia unida.
Han pasado
los primeros meses y hablar de ella es posible sin que la emoción nos embargue,
así que tengo el ánimo de escribir mi particular versión sobre ella y lo que la
vida le deparó para criar y educar a cuatro hijos hasta que estos pudieron
volar por sí mismos. Desgraciadamente perdió al más pequeño cuando sólo contaba
con 12 años y también el marido murió relativamente joven con 75.
Mi madre
madrugaba, encendía el fuego del hogar y se marchaba con dos cántaros por agua
a la fuente pública de la plaza, nos despertaba y mientras calentaba el
desayuno vigilaba para que nos vistiéramos y aseáramos para ir a la escuela. Una
vez que se quedaba sola se ocupaba de una limpieza general en la casa antes de
atender la cuadra y los animales domésticos tales como gallinas, la cabra, un
cerdo, el mulo, el gato y el perro, llenando bebederos, pesebres y comederos,
cambiaba el lecho y retiraba las basuras. Hacer la compra y cocinar era a
diario y por supuesto la colada semanal pero esporádicamente realizaba otros
trabajos en el campo para complementar la tarea de su esposo en la cosecha
propia de cereales, en temporada recolectaba hongos y setas, berros o collalbos.
Rebuscaba uva tras la vendimia o espigar en los rastrojos. En invierno se hacía
la matanza del cerdo y ella elaboraba los embutidos y hacía lo necesario para
la conservación secándolo u oreándolo, metiéndolo en salazón o en grandes orzas
de aceite. De cuando en cuando se pasaba el día entero en la tahona cociendo
grandes hogazas de pan.
Por si esto
fuera poco supervisaba la educación de sus cuatro niños desde las primeras
letras, inculcándoles a la vez las más elementales normas de comportamiento con
sus semejantes para ser una persona de bien.
A su manera
particular vivió para sus hijos y sólo nos pidió que no la lleváramos a una
residencia de ancianos porque ello la mataría, según sus palabras. A los hijos
no nos resultó difícil hacer su voluntad y ha estado alternando casa con los
tres hasta el fin y así, efectivamente ha sido feliz los últimos diez años, sin
faltarle compañía para pasear, jugar con los naipes o al parchís y en largas
tertulias, que nos dejaba fascinados por su prodigiosa memoria.
Yo, no
quiero dar a entender que ella fuese un caso singular, sino todo lo contrario,
su vida fue similar a la de otras muchas madres contemporáneas, en la España
rural de la posguerra. Lo que la hacía especial a esta, es que esta, era mi
madre. D. E. P.
Paco