Mis acampadas juveniles
El año 1969 ya vivía en Vizcaya y por entonces los
adolescentes de 18 años ya eran adultos ante la ley, aunque no se les permitía
votar hasta los 21 es decir significaba que podían trabajar y ser
responsabilizados por sus actos y obviamente que podían viajar o tener
experiencias por cuenta propia sin la vigilancia y protección de los padres,
era el momento de volar. En mi caso, no se me pasaba por la imaginación el
abandonar el nido, pero creo que igual que a la mayoría de los jóvenes me
atraía la aventura y anhelaba dar los primeros vuelos con los amigos. El primer
paso, sería adquirir una tienda de campaña de segunda mano entre todos, porque los
recursos económicos eran muy escasos en los jóvenes de aquellos tiempos, así
que para nuestra primera excursión como campistas nos conformaríamos con pasar
un fin de semana cerca de casa.
La primera salida
Acordamos hacerlo en junio y el destino elegido fue el
castillo de Butrón en el pueblo de Gatika. Viajaríamos el viernes a la tarde, en
tren hasta la estación de Urdúliz y después andando más de 3 km hasta la famosa
y encantadora fortaleza de origen medieval del siglo XIII, pero restaurada en
su totalidad en el XIX en estilo neogótico. Localizar un lugar tranquilo para
acampar en las cercanías nos entretuvo también unas dos horas así que cuando
leíamos las instrucciones de montaje de la tienda, lo hacíamos de noche con
ayuda de linternas, finalizando la operación con la luz de una fogata que debía
servir para hacer algo caliente para cenar, pero al no salir bien las cosas
hubo enfados y discusiones para terminar a media noche, comiendo cada uno el
bocadillo que su madre le había puesto en la mochila. Poco a poco mis amigos se
fueron retirando a dormir en el pequeño habitáculo que era para 4/6 según
indicaciones y éramos el nº máximo 6; así que se fue llenando sin ningún orden
y el último tuvo que dar algunos empujones para conseguir un hueco aunque fuera
con un par de pies cerca de la cara. Yo me quedé sentado junto al fuego molesto
por el caos que se había adueñado de la situación y recuerdo que Jaime hizo lo
propio y encendió una pipa para fumar mientras la discusión seguía dentro. Yo
no fumaba pero el olor era agradable y lo comenté y cuando él lo dejó me invitó
a llenar la cazoleta con su tabaco y dar una papada; acepté por curiosidad y
Jaime se retiró porque el resto ya se habían callado, así que me quedé solo
como un indio junto a la hoguera. No puedo decir cuánto tiempo transcurrió pero
al ser mi primera fumada debió de sentarme mal porque me desperté y seguía aún
allí, el fuego ya estaba apagado y a la cachimba que provocó aquel paréntesis
de la consciencia, tuve que buscarla por el suelo encontrándola fría y húmeda
por la escarcha que estaba cayendo. Así que decidí acostarme yo también y
comprobé por mí mismo lo arduo que resultaba para el sexto hacerse un hueco.
El sábado, a primera hora nos acercamos a la extensa finca de los señores de Butrón, para hacer un poco de ejercicio que nos ayudara a recobrar el ánimo, quitar el frío de los músculos y ejercitar las articulaciones doloridas, pero antes nos acercamos al bar que da servicio a los turistas que se acercan a la zona para estimularnos un poco con un tazón de café con leche bien calentito.
Avanzada la mañana recibimos la visita de unas amigas que sabían de nuestra aventura por alguien del grupo que se comprometió a salir a su encuentro a la hora que harían su llegada. Teníamos la esperanza de que con la experiencia de ellas en la cocina tal vez comeríamos de forma decente y ellas tenían curiosidad por ver cómo nos desenvolvíamos nosotros como cocineros el caso fue que los unos por los otros la casa sin barrer como se suele decir y cada uno recurrió a los frutos secos o alguna latilla de reserva mientras que nuestras invitadas sacaron sus propias provisiones de sándwich, porque a todos tanto a unos como a otras nos daba vergüenza que nos vieran lo patosos que éramos haciendo una barbacoa. Por la tarde hasta que tomaron en viaje de regreso hicimos de anfitriones mostrándoles el famoso y emblemático castillo, los terrenos colindantes, el río y su bosque centenario. Sacamos muchas fotos y lo pasamos muy bien aunque en lo sucesivo no volvimos a propiciar nuevos encuentros.
Nosotros seguimos allí hasta el domingo a la tarde y la necesidad nos ayudó a decidirnos a cocinar con un resultado mediocre, pero para el apetito que teníamos estaba sencillamente aceptable. ¡Cómo nos acordamos de los guisos de nuestra madre!
La segunda
El año 1970 ya contaba con 19 años y la reciente afición a la
acampada libre nos llevó a la cuadrilla de amigos a pasar el puente del Pilar a
un pequeño pueblo de la provincia de Álava llamado Subijana Morillas. Llegamos
en el tren de Bilbao – Miranda con parada en Pobes, donde nos bajamos y desde
allí solo fueron 3 km andando para llegar al anochecer a nuestro destino, una
chopera próxima a la carretera, con el tiempo justo para montar la tienda de
campaña antes de que se echara la oscuridad.
Pero ya era noche cerrada cuando estábamos dando los últimos martillazos a los ganchos de sujeción y de pronto apareció un guardia civil que nos requirió la documentación. Nunca nos habíamos metido en ningún lío y eso nos tranquilizaba pero el agente parecía muy estricto y nos amenazaba sin sentido. Cuando aquel fue viendo nuestros DNI cambió su actitud y su voz sonaba mucho más relajada cuando comprobó que éramos chavales todos con residencia en Basauri pero de distinta procedencia, predominando los de Castilla, comentando que él también era burgalés y a continuación al comprobar que yo era de Torresandino, aseguró que esa casa cuartel había sido su primer destino; al verle calmado nos aliviamos nosotros también y acto seguido levantando la voz el nº de la benemérita animó a su compañero hasta el momento oculto, a salir de la oscuridad y acercarse al grupo. Charlamos durante un rato y tras darnos algunos consejos, se marcharon a seguir patrullando la zona.
Aquella excursión era un viaje a la naturaleza por todos los costados: La zona de acampada era zona de rivera con su río el Bayas, un manantial de agua potable y choperas. Sin embargo a escasos 500 metros está el desfiladero de Subijana. Es un paraje natural de espectacular belleza de, producido por la erosión del río Bayas sobre la piedra caliza hasta atravesar, la sierra de Badaia hace millones de años, aunque la mano del hombre desgraciadamente no deja de producir alteraciones a través de los tiempos como la construcción de la carretera comarcal, el ferrocarril Miranda Bilbao y más tarde con posterioridad al año de nuestra visita, también utilizaron este paso para montar la cimentación que requirió la ingeniería para el viaducto de la autopista AP 68. Realmente daños irreparables. La vegetación, bosque de frondosas, matorrales y algunas coníferas, cubrían casi en su totalidad la sierra, ideal para hacer senderismo, pues tiene buena accesibilidad hasta el punto óptimo de la cresta y dispone de varios puntos de observación desde donde relajarse o fotografiar extensas panorámicas.
El pueblo en sí estaba aproximadamente a 150 metros y es una aldea de no más de 30 casas con su iglesia, una tienda donde decían que se vendía de todo pero no encontrabas de nada y no había bar pero todos eran muy amables ofreciéndose a vendernos al mejor precio que nos hubiéramos podido imaginar, huevos, patatas y cualquier cosa que precisáramos de lo que tuvieran en el corral o en la huerta y cómo no, invitarnos a degustar su vinillo habitual, demostrando una verdadera hospitalidad con los forasteros. Lo que no podíamos comprar allí teníamos que ir hasta Pobes andando pero lo hacíamos también por hacer ejercicio.
Una tarde nos propusimos llegar hasta Nanclares de la Oca que dista 10 km y lo conseguimos. Lo hicimos porque alguien nos aseguró que había baile y lo había, pero en su versión de disco bar que contaba con varias parejas del lugar pero ninguna chica sola a quién nosotros hubiéramos podido sacar a bailar. Decepcionante, pero más aún lo sería enfrentarse con los 10 km de regreso a nuestro campamento. Cosas de la edad que para terminar de arreglarlo compramos cada uno una botella de vino para usar como combustible para el camino, decíamos volviendo a la carretera. En aquellos años había menos tráfico que hoy, pero sí que pasaron en uno y otro sentido varios coches que nos chillaban y les hacíamos lo propio, porque en el recorrido de vuelta tardamos al menos el triple que en el de ida pero tuvimos suerte porque al día siguiente nos contamos y estábamos los seis.
Los trabajos de la comunidad no siempre se distribuyen con ecuanimidad porque si a alguien no le apetece fregar por ejemplo pero quizás haría a gusto el ir a hacer las compras, encargarse de hacer la comida o mantener el fuego del hogar. Hay para todos los gustos pero siempre surge alguien que rompe la buena armonía oponiéndose a todo. Esa situación a nosotros no se nos daba porque cuando sucedió la primera vez adoptamos la costumbre de echarlo a sorteo que consistía en utilizar la baraja de cartas para que cada trabajo lo llevara a cabo quien sacara el naipe más alto. La solución fue salomónica.
La tercera
Año 1971. Un miércoles de Semana Santa nos presentamos en la estación. Como en las otras salidas éramos un grupo de amigos y en esta ocasión marchamos con rumbo al Parque Natural de Urkiola y en concreto a Baltzola, un complejo geológico en las cercanías de Dima, muy conocido por espeleólogos y montañeros.
Lo verdaderamente positivo fue descubrir lo que la naturaleza ha ido creando durante miles de años y la atracción que desde tiempos prehistóricos ejerció sobre los habitantes que se afincaron en su entorno. Un mundo rural que consideró las misteriosas cuevas de Axlor, las impresionantes de Baltzola, el extraordinario arco natural de Jentilzubi y el prodigioso túnel de Abaro, como lugares mágicos habitados por los personajes de la mitología vasca, Olentzero, Mikelatz, Sugoi y su esposa Mari (la Dama de Amboto). Rodeado de ancestrales leyendas, que se contaban los días de invierno al amor de las llamas del hogar en los caseríos de la región, en las cuales se les atribuía poderes extraordinarios. Doy fe de que las erosiones de la roca sorprenden y el silencio en esos parajes entre pinares ofrece una excursión de escasa dificultad que permite hacerla en familia incluidos los niños.
Pero quiero detallar lo que fue mi experiencia desde el momento en que llegamos a las inmediaciones de la cueva. En una campa que nos pareció adecuada, unos montaron la canadiense y otros hicimos fuego con leña que había en cantidad por los alrededores; a continuación comenzamos con la elaboración de una paella como teníamos hablado, pero unas gotas de lluvia vinieron a importunar la preparación culinaria, aunque en un principio en vez de abandonar protegíamos la cazuela con paraguas, pero el nublado demostró que no era pasajero y tuvimos que desistir. Habíamos llegado para quedarnos y buscamos un refugio en los alrededores. El vestíbulo de la gruta es tan amplio que dentro de este recinto se puede practicar y de hecho se hace escalada pero el suelo está resbaladizo y con lluvias torrenciales no es seguro pernoctar en el interior además de que las corrientes de aire hacen que el lugar sea frío y lo descartamos para nuestra necesidad perentoria. Encontramos una solución en el recoveco que quedaba bajo una roca enorme y al fin la paella dejó de ser una quimera sin embargo tuvimos que abandonar la idea de montar nuestra flamante tienda de campaña por falta de espacio pero en cambio suficiente para dormir sin goteras. Mantuvimos la moral pero la lluvia tampoco nos abandonó en todo el fin de semana y se hizo necesario que siempre hubiera alguien dedicado a mantener el fuego encendido para cocinar, calentarnos y para secar las ramas de leña que recogíamos del bosque y seguíamos quemando durante la noche. Los otros se hacían cargo de bajar a la aldea a recoger el pan que encargábamos al panadero ambulante y los huevos y la leche del día que comprábamos en uno de los caseríos, hacían la comida y lavaban la escasa vajilla en el arroyo cercano. Si les quedaba tiempo libre jugaban a cartas allí mismo; no había otra elección por el temporal persistente.
Los sobresaltos eran frecuentes; unas veces se apagaba el fuego y el frío se adueñaba del refugio haciendo que nuestras ropas de abrigo fueran insuficientes o por el contrario pues nos colocábamos tan cerca de las llamas buscando su calor, que corríamos el riesgo de salir ardiendo, pero tuvimos suerte de que algún susto no trascendiera en algo serio y se quedara en una anécdota, para contar con añoranza al transcurrir los años. Aguantamos hasta el domingo por orgullo, no queríamos regresar como fracasados.
Final
Las 3 salidas de acampada libre, tienen algo en común muy
típico a esa edad, como es la pedantería de una juventud inmadura. El relato
que a posteriori hacíamos a los conocidos distaba mucho de ser verídico. Qué
bolas les contábamos y cómo sacábamos pecho cuando exaltábamos lo que en
realidad había sido una dura y nefasta experiencia, aunque si le buscáramos el
lado positivo, la convivencia reforzaba la camaradería en unas noches de
pesadilla sin sábanas ni almohada.